Parte 3
Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?
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1. El verano que me preparó para crecer.
A. Un anuncio importante
Cuando era pequeña, un verano en la ciudad de Filadelfia quedó marcado en mi memoria como un momento especial y determinante en mi vida.
Recuerdo que mi madre me sentó un día y, con esa seriedad que solo las madres saben transmitir cuando algo es importante, me dijo: “Maruca, tenemos que hablar”.
Me explicó que, para poder comenzar el “Kindergarten” en otoño, debía asistir a una escuela de verano en la iglesia católica. Según ella, era necesario que me familiarizara con el entorno de un salón de clases y que aprendiera a adaptarme antes de empezar la escuela formal.
Aunque en ese momento no entendía del todo el ¿por qué era tan importante?, confié en sus palabras y me preparé para esa nueva experiencia.
B. El primer día: un mundo nuevo
El primer día de la escuela de verano está grabado en mi mente con una claridad sorprendente.
Recuerdo vívidamente cómo mi mamá pasó todo el día anterior sentada frente a su máquina de coser, trabajando con dedicación en mi vestido para el primer día de la escuela de verano. El sonido rítmico de la máquina llenaba la casa, como una melodía que anunciaba la importancia de lo que estaba por venir.
El vestido que creó era blanco, con delicadas rosas rojas bordadas que parecían florecer sobre la tela. Lo acompañaba un abrigo rojo y unos zapatos del mismo color, un conjunto que, aunque sencillo, me hacía sentir como una princesa.
Esa noche, mientras colgaba el vestido cuidadosamente, mi mamá volvió a recordarme lo importante que era el día siguiente. Me explicó que las monjas estarían presentes y que debía comportarme con respeto y atención.
También me dio instrucciones muy específicas sobre lo que podía llevar: solo mi bolso favorito color marrón, que mami me diseñó, una libreta y un lápiz.
Con un tono suave pero firme, me dijo que no podía llevar a mi peluche de Pluto, mi compañero de aventuras. Aunque me entristeció un poco dejar atrás a mi fiel amigo, entendí que era parte de crecer y seguir las reglas.
Acepté sus instrucciones con la seriedad que merecían, sintiendo que aquel día marcaba el inicio de algo grande. Mi mamá, con su amor y dedicación, no solo me preparó un hermoso vestido, sino que también me armó de valor para enfrentar esa nueva experiencia.
Cuando llegamos a la parte baja de la iglesia, recuerdo el olor a madera antigua y cera de pisos que emanaba del edificio de la iglesia. Las monjas, con sus hábitos impecables y sus rostros serenos, me recibieron con una amabilidad y un respeto que, aunque yo era muy pequeña, supe apreciar.
No eran figuras intimidantes, como a veces se las pinta en las historias, sino mujeres pacientes y comprensivas que parecían entender que aquel era un gran paso para mí.
Una de las monjas me recibió con una sonrisa cálida y amable. Se inclinó hacia mí, a la altura de mis ojos, y me ayudó a colgar mi abrigo rojo en el perchero.
Con paciencia, me explicó cómo debía hacerlo diciéndome: "Así se mantiene bien planchado y listo para cuando lo necesites", me dijo suavemente.
Mientras seguía sus instrucciones, noté que encima del gancho de metal donde colgué mi abrigo, había una pequeña etiqueta con mi nombre. Al reconocerlo, me sentí especial, como si ese espacio hubiera sido creado solo para mí. Era un detalle pequeño, pero lleno de significado, que me hizo sentir que ya pertenecía a ese lugar.
Después, la monja me tomó de la mano y me llevó hacia una alfombra roja que estaba en el centro del salón. Me dijo: “puedes sentarte donde quieras”, con una voz que transmitía confianza y calma.
Aquellas palabras me dieron una sensación de libertad y pertenencia. Miré a mi alrededor, observando a los otros niños que ya estaban sentados, y elegí un lugar cerca del centro. Era como si, en ese momento, comenzara a entender que aquel espacio era mío también, un lugar donde podía aprender, crecer y ser yo misma.
Las monjas nos explicaron que nuestros padres tenían que marcharse. Para mí, aquello fue como si el mundo se hubiera detenido. Era la primera vez que iba a estar en un lugar completamente sola, sin mi mamá ni mi papá.
Sentí un nudo en el estómago y pensé, con la dramática inocencia de una niña pequeña, que el mundo se acabaría. ¿Cómo iba a hacerlo todo sin ellos? ¿Quién me tomaría de la mano si me sentía asustada?
Sin embargo, las monjas, con su infinita paciencia y bondad, nos ayudaron a calmarnos. Nos guiaron mientras nos vestíamos con nuestros abrigos y nos explicaron que íbamos a cruzar la calle hacia la escuela grande.
Recuerdo que me sentí abrumada al pensar en subir las escaleras sin que mi mamá me tomara de la mano, como siempre lo hacía. Pero las monjas estaban allí, vigilantes y atentas, asegurándose de que cada uno de nosotros estuviera seguro.
La puerta de la escuela grande era imponente: de madera, gigante y de un color rojo intenso que parecía dar la bienvenida a un mundo nuevo.
Todos los niños caminábamos en fila, con cuidado y curiosidad, siguiendo a las monjas como si fuéramos una pequeña procesión. Cruzamos el umbral y llegamos a otra puerta, esta vez de color verde.
Al abrirse, entramos a un salón que parecía salido de un cuento: pizarras verdes con líneas negras, tizas blancas esperando ser usadas y una regla larga de madera que descansaba sobre el escritorio de la maestra. En las pizarras, vi letras en cursivo que parecían danzar.
Las monjas nos dijeron que guardara los abrigos y que buscáramos nuestros nombres en los pupitres.
Aquel momento fue especial para mí. Busqué rápido mi nombre en el armario para colgar mi pequeño abrigo y recorrí la fila de mesas con los ojos bien abiertos, hasta que encontré mi nombre escrito con letra clara y elegante.
Sentarme allí me hizo sentir que aquel espacio era mío, que yo también tenía un lugar en ese mundo nuevo y desconocido. Aunque el miedo no desapareció por completo, algo en mí comenzó a cambiar. Era como si, poco a poco, estuviera aprendiendo a ser más independiente, a confiar en mí misma y en las personas que me rodeaban.
C. La importancia de la adaptación
Aprendí ese día, que adaptarse a un nuevo entorno no es solo cuestión de seguir reglas o aprender rutinas, sino también de sentirse aceptado y valorado. Las monjas me enseñaron que el respeto y la empatía son fundamentales para que un niño se sienta cómodo y pueda crecer en un ambiente sano.
Aunque era pequeña, sentí que me trataban como a una persona importante, y eso me dio confianza para explorar y aprender.
D. El sonido de la campana y la llegada de la Madre Superiora
Uno de los momentos más memorables de aquel día fue cuando las monjas nos explicaron un ritual que, aunque sencillo, me pareció lleno de solemnidad y respeto.
Nos dijeron que, cuando sonaba una campanita de metal con mango de madera, significaba que la Madre Superiora se aproximaba a la puerta de entrada. En ese instante, todos teníamos que levantarnos y decir: Buenos días, madre superiora.
Aquella instrucción me llenó de curiosidad y un poco de nerviosismo. ¿Quién era esa mujer tan importante que merecía un saludo tan especial?
No tuve que esperar mucho para descubrirlo. Poco después, el sonido claro y metálico de la campana resonó en el salón. Me levanté rápidamente, junto con los demás niños, y repetí las palabras que me habían enseñado.
Al verla entrar por la puerta, me sorprendí. La madre superiora era una figura imponente pero llena de alegría. Su presencia irradiaba autoridad, pero también una calidez que hacía que uno se sintiera bienvenido.
La madre superiora llevaba el hábito tradicional de las monjas, un vestido largo que le llegaba hasta el suelo, de color negro intenso y austero, no llevaba maquillaje. Sobre su cabeza, el velo negro caía con gracia, con unas orillas blancas que contrastaban delicadamente con el resto de su atuendo.
En la cintura, una cinta negra ceñía su túnica, y de ella colgaba un rosario de madera, de tamaño mediano, que se balanceaba suavemente con cada paso que daba. En su mano izquierda llevaba un reloj sencillo de plata que brillaba con la luz del salón, y en su mano derecha sostenía una pequeña libreta de color púrpura con un bolígrafo negro.
Mientras caminaba hacia el centro del salón, hizo algunas anotaciones en su libreta, observando todo con una mirada atenta pero amable. Luego, se acercó a nosotros y nos dio la bienvenida con unas palabras que, aunque no recuerdo exactamente, transmitían bondad y ánimo.
Aunque en ese momento no entendía del todo el significado de su vestimenta, algo en su presencia me transmitía que aquel atuendo no era solo ropa, sino un símbolo de algo más profundo.
Más tarde supe que las monjas, como ella, llevaban aquel hábito como parte de un voto, una promesa de dedicación y humildad que las unía a una vida de servicio y devoción.
Sin embargo, en aquel entonces, lo único que percibía era una sensación de respeto y solemnidad que emanaba de su figura.
Después de inspeccionar el salón con esa mirada cuidadosa que parecía no dejar nada sin notar, se despidió con una sonrisa y salió con la misma elegancia con la que había entrado. Aquel momento, aunque breve, dejó una huella en mí. Era como si la madre superiora, con su reloj plateado y su libreta púrpura, representara un mundo de orden y dedicación que, aunque nuevo para mí, me inspiraba respeto y admiración.
E. Una lección para la vida
Ahora de adulta entiendo que la adaptación de un niño a un nuevo entorno, como un salón de clases, es un proceso delicado y esencial.
Los niños necesitan sentirse seguros y apoyados para poder desarrollar su autonomía y confianza. Aquella escuela de verano no solo me preparó académicamente para el “Kindergarten”, sino que también me brindó las herramientas emocionales para enfrentar nuevos desafíos. Las monjas, con su enfoque respetuoso y amoroso, fueron clave en ese proceso.
F. Gratitud y reflexión.
Hoy, mirando hacia atrás, agradezco a mi madre por haberme guiado hacia esa experiencia y a aquellas monjas por su dedicación. Ese verano en Filadelfia no solo fue el preludio de mi vida escolar, sino también una lección de vida sobre la importancia de la adaptación, el respeto y la paciencia.
Este es solo el inicio de muchas experiencias que he vivido y que seguiré compartiendo, un día a la vez. Porque la vida, al fin y al cabo, es un viaje hecho de recuerdos, aprendizajes y momentos que nos transforman. Y hoy, con el corazón lleno de gratitud, sigo caminando, recordando y compartiendo, paso a paso, mi historia.
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com
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