lunes, 26 de mayo de 2025

26/mayo/2025 Parte 6 TESTIMONIO. La Primera Comunión

 


26/mayo/2025


Parte 6 TESTIMONIO

Testimonio  bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?


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La Primera Comunión

(un sacramento establecido por la iglesia católica como un paso de fe, para “establecer” la comunión con JESUCRISTO y la madre iglesia) 


Recuerdo ese gran día amaneció con ese silencio tenso que precede a los milagros. Llegamos tan temprano a la iglesia que el rocío aún brillaba en los escalones de la iglesia.


Dentro en la antesala, donde solían guardarse los floreros para adornar el altar, la maestra con sus guantes blancos de encaje y la monja ayudante, aquella que siempre la veía en los pasillos del colegio como ayudante de la Madre Superiora, de sonrisa tímida que siempre cargaba el rosario como si fuera un llavero sagrado, nos esperaban junto a una mesa cubierta con un mantel de lino. 


Sobre él, Biblias blancas impecables, cada una con un rosario blanco, enrollado como un collar de primera comunión.


— Cárguenlo con ambas manos–, dijo la monja, — como si sostuvieran el alma de un ángel—. Nos alineamos en fila, cabizbajos, sintiendo el peso de aquel libro que aún no “entendíamos” en cómo leer pero que ya debíamos venerar.


Recuerdo que, de pronto, la maestra abrió una bolsita de seda, blanca tan pequeña que parecía contener un secreto. Dentro, trocitos de pan pálidos, redondos como lunas en miniatura, reposaban sobre un paño de oro. Todos contuvimos el aliento.


“Es la hostia”, susurró la maestra.  La monja nos explicó, que el sacerdote la ungió con aceite y agua bendita autorizándola para darnos una pequeña muestra de la Eucaristía, con gestos lentos y ojos cerrados, tomaba uno entre sus dedos ungidos. Diciendo: “El Cuerpo de Cristo, pero aún no consagrado. Solo una muestra para que comprendan la solemnidad de lo que recibirán hoy.”


La monja pasó frente a nosotros, depositando en cada palma extendida un fragmento de aquel misterio. Cuando era mi turno, sentí el pan áspero contra la piel, miré de reojo a mis compañeros de clase: algunos fruncían el ceño, otras sonreían con complicidad. Este trozo de pan áspero y flaco, ¿era esto realmente el cuerpo de Cristo?


Las lecciones del catecismo me habían sembrado una semilla de esperanza, pero también de dudas. Sabía que la Primera Comunión debía ser un momento de transformación espiritual y sagrado, me enseñaron que es una fuente de “cobertura” contra el pecado, un camino hacia una vida santa que me prepararía para el banquete celestial. 


Pero en mi interior, me preguntaba si yo era realmente digna de recibir tal regalo, si sería capaz de sentir esa conexión profunda con lo divino. 


Recuerdo que me preguntaba si ese pequeño trozo de pan me ayudará a ser más espiritual, si en realidad me va a ayudar a vencer mis pecados para así estar más cerca de Jesús.


La promesa era clara: en la Sagrada Comunión, recibiría a Jesucristo, quien se entregó a nosotros en Su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Esta “unión” íntima con Cristo significa y fortalece nuestra unión con Él y su iglesia católica. 


Siempre me enseñaron que Jesús mismo nos habla de la importancia de este sacramento cuando dice: “si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes” (Juan 6:53). Pero, ¿podría esta promesa realmente superar mis dudas?


“Hoy son flores del jardín de Cristo”, declaró la monja, mientras nos guiaba hacia la entrada triunfal para la Sagrada Comunión. “Recuerden”, enfatizó la monja, “al entrar, miren sólo al suelo. Los ángeles registran cada paso de los elegidos”.


El sol filtrado por los vitrales teñía el pasillo de colores. Avanzamos hacia las primeras bancas de la iglesia justo al frente del altar, como lo habíamos practicado por semanas. 


El órgano resonó con un acorde grave, así como habíamos practicado, era la señal divina que cortó el silencio de la misa. Uno a uno, nos levantamos de las bancas en fila india, como almas en pena vestidas de blanco inmaculado. Avanzamos hacia el confesionario, una caja de madera oscura que cuando era mi turno olía a cera derretida y a miedo infantil.


El cura esperaba tras la cortinilla desgastada, su silueta borrosa tras la celosía. 


Me arrodillé, las rodillas temblorosas sobre el reclinatorio duro, y recité: “padre mío, yo confieso…”, que me habían hecho memorizar. 


¿Y tus pecados, hija?, preguntó con una voz que parecía venir del fondo de un pozo.


Mis pecados, pensé por un segundo, ¿mentirle a mami sobre el chocolate que me comí? Inventé algo, cualquier cosa, porque a los siete años no entendía de culpa, pero sí de la presión de tener algo que confesar. 


El sacerdote murmuró una penitencia, tres Avemarías y me dio la absolución con un gesto mecánico haciendo la señal de la cruz con su mano, como quién sella una carta.


Al salir, el aire de la iglesia me golpeó frío en la cara. Regresé a la banca con los ojos bajos, como nos habían enseñado, pero no por humildad, sino porque no quería que nadie viera mi alivio fingido. 


A mi lado, David mi amigo de la infancia jugueteaba con su rosario, evitando mi mirada. ¿Habría inventado pecados él también?


El confesionario seguía devorando niños uno tras otro, declarándolos absueltos pero aún cargados de preguntas. Y mientras el órgano entonaba un himno alegre, yo me preguntaba si Dios realmente creía que tres Avemarías bastaban para limpiar mentiras o si en realidad Él había escuchado mi confesión.


El sacerdote extendió sus manos sobre nosotros como un juez celestial. “Dignos son los que han preparado su corazón para recibir al Señor”, declaró, mientras el órgano entonaba una melodía que parecía sacada del cielo.


En fila india, avanzamos hacia el altar. Los zapatos nuevos crujían contra el mármol, el sacerdote, vestido de blanco inmaculado, con esa hostia dorada brillando entre sus dedos diciendo: “El Cuerpo de Cristo”, extendí mis manos, ubicó el pan en mi palma de la mano y respondí, “amén”, como me habían enseñado.


De regreso a la banca, el silencio era tan denso que escuché el crujir de mi vestido al sentarme, desde una distancia, vi a mami que  lloraba en silencio, sus lágrimas cayendo sobre el misal abierto. 


El sol de la mañana entraba por el vitral de Jesús y pintaba el suelo de colores. Por un segundo, esperé sentir algo… un calor, una voz, una señal, solo escuche el del órgano cantando y repitiendo: “Aleluya”.


Había tomado mi primera comunión, y Dios, si estaba allí o no, solo se que no hizo ruido.


Ya de regreso a casa olía a fiesta y a alivio. Mami, con su delantal, revolvía el caldero de arroz con gandules como si fuera una pócima de alegría. 


En la mesa, el tembleque y el arroz con dulce, mis postres favoritos, temblaban bajo un manto de canela y una bandeja de pastelillos de guayaba que Mae, mi mejor amiga china, devoraba con ojos brillantes.


Los vecinos judíos, los padres de mi amigo de la infancia, David, llegaron con postres deliciosos, David, Mae y yo celebrábamos con alegría.


Mae, cuyos padres enseñaban a mami a usar palillos chinos para pinchar un bacalaítos frito. “En China, celebramos con fideos largos para larga vida”, dijo la señora Li, mientras mami les servía la comida. 


“¡Y en Puerto Rico, con comida que llene el alma!”, contestó mami, rozando el crucifijo de su cuello sin darse cuenta.


Nos sentamos en el patio, donde las sillas prestadas, formaban un círculo imperfecto pero feliz. David, Mae y yo, los tres con nuestras herencias distintas, compartíamos un plato de arroz con dulce, fingiendo no ver cómo los adultos brindaban con coquito puertorriqueño y té de jazmín.


Mae me pasó una galletita de la fortuna de el negocio de su padre,  los tres nos reímos, conscientes de que aquel día no había sido solo sobre hostias, ni primera comunión, ni la eucaristía, sino sobre cómo el mundo cabía en un solo patio, entre platos prestados y oraciones ajenas que, por una tarde, sonaron a familia.


Mami, viéndonos, suspiró satisfecha. Su comunión había sido otra: la de unir fronteras con cucharones y cariño.


Esa noche, cuando la casa por fin estuvo en silencio, colgué mi vestido blanco en la puerta del armario. La tela aún guardaba el olor a incienso, un vestido blanco que horas antes me había hecho sentir “elegida”, ahora el vestido parecía solo un pedazo de tela lleno de interrogantes.


Me senté en la cama y por primera vez ese día, respiré sin que nadie me observara. Afuera, la luna bañaba el jardín donde horas antes habíamos reído con mis mejores amigos David y Mae. 


Recuerdo que el mismo cielo que horas antes parecía bendecir mi comunión, ahora era un mudo testigo de mis preguntas. Todo esto, el bautismo, los sacramentos, ungirnos con aceite, el encuentro celestial en altar, la Primera Comunión, tradiciones, costumbres… ¿Realmente me acercarán más a Dios? ¿Son rituales que me aseguran un encuentro con la gracia de Dios? ¿Qué más tengo que hacer para recibir esa “permanente unión” en Jesucristo? 


¿Por qué un Dios que murió en la cruz necesitaba todo esto? ¿Por qué un Salvador que compartió pan con pecadores exigía confesar mis pecados a un hombre con un título de sacerdote?


A través de la pared, escuché a mami rezar el rosario. Sus avemarías eran un murmullo constante, como si las cuentas del rosario fueran los eslabones de una cadena que la uniera a algo más grande. 


Yo, en cambio, pensé en la tienda de la iglesia, en el sobre de ahorros de mami, en los padres de David que no creían en Jesús pero sí en la felicidad de su hijo, en Mae que iba a celebrar con su familia otra tradición.


Tal vez la respuesta no estaba en el altar, sino en el caldero de arroz que habíamos compartido.


Cerré los ojos. El traje seguía allí, flotando en la oscuridad, fantasma de un día que había prometido unión pero me dejó con más preguntas que certezas. Y por un instante, antes de dormir, quise creer que a Dios le habían gustado más los pastelillos de guayaba que las hostias secas.


Recordando cuando mi padre me felicitó con un abrazo, mis mejores amigos de la infancia riéndonos a carcajadas celebrando, la alegría de escuchar a una de las vecinas tocar el cuatro puertorriqueño, ese instrumento de cuerda se utiliza para tocar música jíbara, la música tradicional de nuestra hermosa isla. Su sonido llenó nuestra casa de alegría y nos recordó nuestras raíces. 


Era un día perfecto, lleno de la inocencia de la infancia. Esa noche, me dormí profundamente, sin imaginar que sería la última vez que vería a mis dos mejores amigos, David y Mae. 


En mi mundo infantil, un adiós silencioso marcaría el resto de mi camino.

Gracias por acompañarme una vez más en este tiempo. Mi oración es que este testimonio, el cual continuaré compartiendo, te anime a buscar la verdad en la Palabra de Dios y a encontrar una relación auténtica con Dios. Que el SEÑOR les continúe bendiciendo, ¡hasta la próxima!


𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒

Profeta de Yom Teruah Ministries ®

La Caverna del Profeta®

Pentecostales Reformados

Carolina, Puerto Rico

profetamariaimestre@gmail.com


lunes, 5 de mayo de 2025

Testimonio Parte 5 MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN


 

5/mayo/2025 PARTE 5
Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

Saludos, mi nombre es María Izabel Mestre, Profeta de Yom Teruah Ministries® en Puerto Rico. Por la gracia de Dios, estaré compartiendo con ustedes la Parte 5 de mi testimonio y espero que sea de bendición para cada uno de ustedes. 

MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN 
(los cuales sirven como intermediarios entre Dios y los hombres)

Aún recuerdo el suave golpe en mi hombro y la voz de mi papá susurrando: "Levántate, hoy es diferente, recuerda que tienes que asistir al colegio temprano, te llevaré de camino a mi trabajo". 

La madrugada olía a café recién hecho y a ropa planchada con cuidado. Afuera, el cielo seguía teñido de oscuridad. Junto a la cama, mis zapatos nuevos color azul, marca “Hush Puppies" brillaban bajo la lámpara. 

La emoción, mezclada con el sopor de la mañana, pesaba sobre mis párpados. Aún recordaba el día anterior, cuando mi papá me llevó a la tienda y elegimos esos zapatos nuevos, cada puntada un tesoro, prometiendo un futuro brillante en el colegio. Pero ahora, la pregunta persistía: ¿Por qué la Madre Superiora había citado a doce estudiantes, incluyéndome, tan temprano?

La víspera, la maestra había leído en voz alta la lista entregada en un pergamino por la Madre Superiora: doce nombres elegidos bajo criterios que solo Dios y ella conocían, doce llamados. Sus instrucciones eran claras como el agua de un manantial y estrictas como los mandamientos: puntualidad, silencio, corazones en obediencia. 

Yo era una de los “escogidos” en la lista de los 12, mientras que mami me abrochaba el cuello del uniforme almidonado, aún no entendía por qué levantarme tan temprano para llegar al colegio, pero le dije claramente a mi madre, mirándola fijamente mientras me ajustaba el moño en el cabello, que no se olvidara del acuerdo que habíamos llegado.

Ella respondió con una sonrisa que iluminaba la cocina más que el sol de la mañana, mostrándome 3 monedas de .25 centavos, a la misma vez diciéndome: — Cumplo con mi acuerdo — me dijo con su espanglish musical de una puertorriqueña, — con las 3 “pesetas” puedes comprarte un “pretzel” calientito y un cartón pequeño de “chocolate milk”, ¿okey? — guardando el tesoro niquelado como si fueran la ofrenda de una viuda según la Biblia, en el bolsillo de mi uniforme. 

En ese instante, sin saberlo, aprendí que las promesas de Dios a veces, llegan envueltas en el acento de una madre, en el crujido de un pretzel compartido, o en unas monedas que suenan como campanitas de bendición.

Papi y yo llegamos al colegio cuando el amanecer aún olía a hostias recién horneadas, ese aroma a trigo consagrado que se mezclaba con el dulce del rocío pisado. 

Corrimos hacia el área baja, donde las canchas de baloncesto guardaban el silencio húmedo de las mañanas previas al recreo. 

Allí, en un rincón que parecía sacado de un cuento, las monjas tenían su pequeño reino: una cocina diminuta donde los "pretzels" doraban sus espaldas curveadas en el horno, y una nevera de acero que guardaba filas perfectas de cartoncitos de leche. 

Desde esa distancia entre ellos, distinguí el de “chocolate milk", esperándome con la misma paciencia con que Abraham aguardó la promesa. Las monedas en mi bolsillo resonaron, recordándome que hasta los milagros más pequeños tienen su hora señalada.

Las monjas nos recibieron con esa sonrisa que solo tienen quienes ven a Cristo en los pequeños. Mi papá, siempre tan seguro, tan caballeroso, les habló en un inglés perfecto, aunque al referirse a mí, su voz se llenó de ese acento cálido que guardaba para los apodos cariñosos: "Please”, dijo en inglés a las monjas, “take good care of my Marihita". 

Sus palabras flotaron en el aire como una bendición, y al decir Marihita, me guiñó un ojo, como si entre nosotros dos existiera un pacto secreto de valentía.

Mi padre me dijo que pagara, siguiendo sus instrucciones, extendí mi mano con las tres monedas hacia la monja, — “aquí está tu cambio, mi niña", – dijo la monja devolviéndome unas monedas que sonaban como campanitas de misa temprana. 

"Ven, vamos a sentarnos aquí", murmuró mi papá, señalando un banco de madera cerca de la canasta de los "pretzels", donde el olor a incienso se mezclaba con el aroma del pan que ahora sosteníamos como un pequeño tesoro. 

En ese instante, entre el murmullo de las monjas, empleados y otros estudiantes, entendí que la fe se hereda en momentos así: en monedas devueltas, en apodos que son como plegarias, y en bancas silenciosas donde Dios teje su presencia con hilos de chocolate y pan recién horneado.

Me despedí de mi papá, dirigiéndome al salón de clases. Llegamos al salón con los ojos hinchados de sueño, arrastrando los zapatos de charol que crujían como grillos penitentes. 

Nuestra maestra, pasó entre las filas con su regla de madera golpeando suavemente las palmas. "Estudiantes, hoy es distinto", susurró. El eco de sus palabras dibujó escalofríos en mi nuca. "La Madre Superiora viene en persona”, dijo ella, “a recoger a doce de ustedes primero, como los apóstoles de Nuestro Señor". 

No pasó ni un minuto la puerta del salón abrió y allí estaba ella: la Madre Superiora, alta como un ciprés, su hábito negro ondeando como bandera de batalla espiritual, al instante nos levantamos como soldados, tal como nos habían enseñado desde la infancia, espaldas rectas y silencio absoluto. 

Recuerdo que nos saludó con un gesto breve, sus ojos como dos pozos de café amargo, recorrieron nuestros uniformes, evaluando cada pliegue, cada botón, cada hilo suelto que pudiera delatar imperfección, escudriñaba el salón mientras sus dedos, largos y pálidos como cirios, acariciaban el rosario que colgaba de su cintura. 

— Los felicito, siéntense — dijo, su voz grave como el órgano de la misa de domingo, llenó el salón hasta el último rincón. "Esta será la última práctica antes de su entrada en fila hacia la Primera Comunión", anunció, mientras sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrían cada uno de nuestros rostros. "Marcharemos hacia la iglesia en fila india", añadió, “en perfecto silencio, como soldados de Cristo".


Luego, con lentitud ceremoniosa, corroboró nuestros nombres uno por uno, como si cada sílaba fuera un sacramento. Cuando terminó, alzó el crucifijo que pendía de su cuello y lo apretó entre sus dedos blancos como el lino del altar. 


"Este llamado no es un juego", advirtió. "Es un juramento solemne: la promesa de caminar en gracia, cumplir los mandamientos de la iglesia católica y llevar en sus corazones el legado de nuestra Madre Iglesia y de Nuestro Señor Jesucristo".

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía palparse, como el incienso que flota antes de la consagración. Doce pares de ojos bajamos nuestros rostros, no por temor, sino por el peso sagrado de aquel momento.

Recuerdo que miré hacia las ventanas grandes del salón, mirando al cielo preguntándome, si Dios iba a estar al final de este evento tan sagrado, si Dios tenía la misma lista que la Madre Superiora, como saber si él estaba de acuerdo en que mi nombre estaría en esa lista sagrada de los 12. 

Salimos en fila india para cruzar la calle, al frente estaba la Madre Superiora cargando en su mano, sobre su pecho un crucifijo de madera, aquella fila india no era solo un ejercicio de disciplina, era el primer paso de una marcha eterna, la que nos uniría para siempre al Cuerpo de Cristo, pero cada momento de ese camino hacia esa tradición, me cuestionaba si en realidad Dios existe.

Llegamos a la parte posterior de la iglesia, donde la capilla se alzaba en una penumbra dorada por las velas. Allí nos esperaba el padre, refiriéndome al sacerdote católico, su sotana color púrpura rozando el suelo como un río de gracia. 


— Bienvenidos. — dijo con una sonrisa que parecía guardar secretos del cielo. Las dos monjas maestras, inmóviles como estatuas de sal, flanqueaban la entrada.
El sacerdote alzó las manos y explicó: "La Madre Superiora quiere que vivan una experiencia santa”. Continuó diciendo: “estar cerca del altar es estar cerca de la Inmaculada y Reina de los cielos, la Virgen María y el mismo Jesús, porque el altar es símbolo de Cristo quien es sagrado, vivo y centro de la Eucaristía". 

Hizo una pausa, y su voz se volvió grave: "Pero ustedes”, señalándos, “aún no están consagrados para permanecer de pie frente al altar. Primero debo ungirlos y prepararlos…".


Mis ojos se clavaron en la Madre Superiora. Su rostro, iluminado por la luz tenue, parecía tallado en piedra de sacrificio. Sentí que mi corazón temblaba como la llama de una vela al viento. 
¿Frente al altar?, me pregunté, aquel lugar prohibido que de niña solo podía mirar de lejos, con las manos cruzadas y sin atreverme a respirar. Con una mente infantil, me pregunté, ¿me llevará a alcanzar una vida santa y eterna en el cielo?


Las reglas del altar de toda mi infancia —"no pasar, no tocar, ni siquiera mirar de frente el altar"— se desmoronaban en un instante. 

El aire olía a cera derretida y a misterio. Algo grande estaba por ocurrir, y aunque no lo entendía, pensé que Dios me estaba llevando de la mano hacia un umbral invisible.

Las monjas nos alinearon, a los estudiantes escogidos en dos filas de seis, como doce ramas dispuestas para ser injertadas como ramas en la Vid. 

Frente a nosotros, el sacerdote y la Madre Superiora, formaban una silueta sagrada: ella colocó una tela blanca sobre sus hombros, tan inmaculada como el alma que debíamos llevar al altar y se unió al sacerdote en un rezo. 


Sus voces se entrelazaban al recitar las palabras de un libro marrón gastado por décadas de devoción, pidiendo a la Virgen María autorización para acercarnos al “altar sagrado”.
Entonces vi cómo la Madre Superiora, le entregaba al sacerdote un frasco de cristal tallado, donde el agua bendita centelleaba como diamantes líquidos. "En el nombre de María, Puerta del Cielo...", comenzó el cura, trazando la cruz sobre nosotros con dedos que goteaban gracia. 

El aire se electrizó cuando una monja le alcanzó otro recipiente, esta vez de plata desgastada con aceite que brillaba como oro bajo los cirios. "Los unjo como soldados de Cristo, para que pisen tierra santa con pies santificados…", declaró el sacerdote, mientras marcaba nuestras frentes con el aceite frío. Un escalofrío me recorrió la espalda; el aroma a rosas y mirra se aferró a mi piel.

—Están listos y consagrados — anunció la Madre Superiora, y sus palabras resonaron como un sí “divino”. Yo apenas podía respirar. Cada vez que el sacerdote mencionaba el altar, ese nombre prohibido que en mi infancia susurraba con temor, las lágrimas nublaban mi vista. 

Aquel lugar que ni siquiera podía tocar con la mirada ahora me esperaba con los brazos abiertos, como un amigo que por fin revela su rostro. Y en ese instante, entre el perfume del óleo, la mirra y con ecos de los rezos, me encontraba de camino a ella.


Avanzábamos hacia el altar en fila india, un silencio tan denso que solo se escuchaba el roce de nuestros zapatos sobre las baldosas frías. Nos mirábamos unos a otros con los ojos brillantes de lágrimas reprimidas, esa mezcla de sentimientos que solo da lo divino. Cada paso era un latido, cada respiración una oración. ¿Acaso desde el día de nuestro bautismo, cuando el agua nos hizo hijos de Dios, Él ya estaba preparando este instante?

El altar se alzaba ante nosotros, cada vez más grande, más real: su mármol brillaba como un espejo del cielo, inmaculado, perfecto, en sus líneas rectas como mandamientos. 

Yo sentía que mi corazón estallaría de tanto amor contenido; era como si después de años de verlo desde lejos, distante, intocable, ahora él se inclinaba para decirnos: "Miren, siempre estuve aquí, esperándoles".


Llegamos al primer escalón. Allí nos detuvimos, como Moisés, frente a la Tierra Prometida. Las monjas extendieron sus brazos en gestos de barrera sagrada: "No pueden subir aún al altar". No éramos dignos, solo faltaba unos días para el gran día y entonces, ¡por fin! esos escalones dejarían de ser un límite para convertirse en un umbral. 

"Tomen unos segundos para reflexionar y mirar la gracia de Dios", dijeron las monjas. Bajé la vista al suelo, mis ojos siguiendo las vetas del mármol como si fueran caminos hacia lo invisible. 

¿Estás aquí, Madre?, pregunté en silencio, esperando sentir ese roce de manto azul que las monjas describían en los relatos de las apariciones. 

Recuerdo que recé con los puños apretados, repitiendo las palabras que me enseñaron, pero solo hubo silencio. Un silencio tan grueso que podía oír el llanto ahogado de mis compañeros de clases, algunos sollozando plegarias de perdón, otros murmurando Avemarías como si la Virgen estuviera sorda.

Yo seguí rogando, desesperada por algo, un signo, un escalofrío, una voz... ¿No era este el momento más sagrado donde nos prometieron que ella vendría?

Entonces… el coraje brotó como agua amarga: ¿Dónde estás? ¿Por qué llegas tarde?, exigí a Dios, mis uñas clavándose en las palmas de mis manos. Si este altar es tu casa, ¿por qué no me recibes?

Las lágrimas ya no eran de emoción, ahora entiendo cuando mi madre llegaba con coraje a la iglesia católica luego de uno de mis citas médicas y no tenía alguna respuesta, yo escuchaba que decía: “tengo un santo coraje.” 

En ese instante, sin saberlo, estaba haciendo mi primera oración auténtica, no con palabras prestadas, sino con el grito de quién busca cara a cara la verdad delante de una ausencia real.

Los minutos pasaban como horas hasta que la Madre Superiora nos autorizó a rodear el altar ,sin subir aquel primer escalón que separaba lo humano de lo divino. 

Fui la primera en sentarme en la banca, con un ruido seco que rompió el silencio reverente. Se supone que al caminar hacia la banca para sentarme, tengo que doblar una de mis rodillas en reverencia hacia el altar de la Virgen y a la misma vez inclinar mi cabeza y con la mano derecha hacer el signo de la cruz, pero mis rodillas no doblaron, mi cabeza no se inclinó. 

Me senté en la banca sin reverencia, pregunté en silencio, ¿quién eres Dios? Pensaba mientras clavaba la mirada en el crucifijo. ¿Y tú, Madre de Jesús, por qué te escondes? Las palabras me quemaban por dentro: "Mi verdadera madre siempre me contesta. Tú no eres como ella".

El coraje me tensaba los hombros, tan palpable que la Madre Superiora se acercó con esa mirada que parecía ver hasta el fondo del alma. "¿Trajiste algo de comer, hija?", preguntó, señalando mi bolsillo donde horas antes habían estado las monedas del "pretzel". "No tengo hambre", mentí. Hambre sí tenía, pero no de pan.

Un sobresalto sacudió la capilla, uno de los estudiantes se había arrojado al suelo frente al altar, gritando entre lágrimas: "¡Perdón, Virgen Santísima, por mis pecados!". Dos monjas corrieron a levantarlo como si hubiera tocado fuego sagrado. 

Otra niña gemía en una banca: "No soy digna, no soy digna...". Y yo... yo seguía ahí, plantada como una espina en un jardín de rosas, con un enojo que sabía a traición y a verdad al mismo tiempo. Las dudas ya no eran semillas, eran raíces profundas que trepaban por mi corazón, rompiendo todo lo que me habían enseñado a creer. 

Pero en ese mismo instante, sin saberlo, estaba haciendo algo más sagrado que llorar o repetir plegarias, estaba siendo honesta con Dios por primera vez, recordando las misas cuando el sacerdote decía: “Desahoga tu corazón ante Él.”, según Salmos 62:8.


Las monjas nos llamaron al frente del altar, con sonrisas de triunfo en sus rostros, como si hubiéramos cruzado un mar de pruebas. Una de las monjas dijo — Hoy han dado el paso más importante de sumisión y arrepentimiento—, anunciando mientras colocaban sobre cada pecho un medallón de la Virgen, pequeño, redondo, brillante como una luna de plata. Los otros estudiantes lo recibían con manos temblorosas, algunos besando la imagen antes de fijarla al prendedor de sus uniformes.

Cuando llegó mi turno, la monja examinó mi alfiler, abarrotado de medallones antiguos. —Tu madre los arregló con un seguro fuerte. Pero no hay espacio para éste—, dijo la monja con un suspiro. 


— No se preocupe–, respondí secamente, extendiendo la palma de mi manita. — Se lo llevaré así, le diré que prepare otro alfiler—, reconociendo el amor tangible de mi madre. La última palabra me sabía a mentira, pero la monja no pareció notarlo.

De regreso al salón, apreté el medallón en mi puño hasta que la Virgen me dejó marcas de una desilusión en la piel. Mi corazón era un cuarto vacío, sin espacio para una devoción sin lógica, donde resonaban preguntas sin respuestas: ¿Por qué todos celebran lo que yo no siento? ¿Dónde está el gozo que prometieron? 

Miraba a los otros reír, abrazarse el uno con el otro y solo podía pensar en ese Dios de altares dorados y silencios profundos, se había convertido en un extraño para mí. Y lo más doloroso era que, en medio de esa tristeza que me ahogaba, una parte de mí todavía quería creer.

Al llegar a casa, subí directo a mi cuarto y saqué con violencia el prendedor del uniforme. Los medallones, esa colección de cruces diminutas, vírgenes sonrientes y santos de metal frío, cayeron sobre el armario con un ruido hueco, como monedas de un juego que ya no quería jugar. 

Los miré uno por uno: ¿Protectores? ¿Trofeos? El crucifijo que me dieron al terminar el primer año de catecismo, la medalla de un santo por superar dificultades, otro medallón de la de Virgen prometiendo que ella "nunca me abandonaría". Todos brillaban bajo la luz de la lámpara, pero para mí eran sólo pedazos de metal que no resuenan.

Mi madre, asomó la cabeza por la puerta. —¿Te pasó algo con los medallones, mi vida? —, preguntó en ese tono que hacía hasta lo más simple sonar a consuelo. No supe qué responder. 

¿Cómo explicarle que hoy, frente al altar, había entendido que Dios no estaba en objetos, ni en rituales, ni siquiera en las lágrimas de los demás? Que quizás, solo quizás, Él prefería las preguntas furiosas de una niña sincera a las repeticiones obedientes de los que fingían gozo.

Cerrando la puerta con cuidado, me quedé sola con mi armario convertido en un altar laico. Allí, entre medallones que ya no significaban nada, hice mi primera oración verdadera: "Si existes... enséñame a encontrarte fuera de todo esto". Y por primera vez en ese día sagrado y terrible, sentí algo parecido… paz.

¿Estos símbolos, servían de intermediarios en mi comunión con Dios?

Gracias por compartir este espacio conmigo. Espero que este testimonio le anime a profundizar en la Palabra de Dios.

Hasta la próxima.
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com 

26/mayo/2025 Parte 6 TESTIMONIO. La Primera Comunión

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