26/mayo/2025
Parte 6 TESTIMONIO
Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?
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La Primera Comunión
(un sacramento establecido por la iglesia católica como un paso de fe, para “establecer” la comunión con JESUCRISTO y la madre iglesia)
Recuerdo ese gran día amaneció con ese silencio tenso que precede a los milagros. Llegamos tan temprano a la iglesia que el rocío aún brillaba en los escalones de la iglesia.
Dentro en la antesala, donde solían guardarse los floreros para adornar el altar, la maestra con sus guantes blancos de encaje y la monja ayudante, aquella que siempre la veía en los pasillos del colegio como ayudante de la Madre Superiora, de sonrisa tímida que siempre cargaba el rosario como si fuera un llavero sagrado, nos esperaban junto a una mesa cubierta con un mantel de lino.
Sobre él, Biblias blancas impecables, cada una con un rosario blanco, enrollado como un collar de primera comunión.
— Cárguenlo con ambas manos–, dijo la monja, — como si sostuvieran el alma de un ángel—. Nos alineamos en fila, cabizbajos, sintiendo el peso de aquel libro que aún no “entendíamos” en cómo leer pero que ya debíamos venerar.
Recuerdo que, de pronto, la maestra abrió una bolsita de seda, blanca tan pequeña que parecía contener un secreto. Dentro, trocitos de pan pálidos, redondos como lunas en miniatura, reposaban sobre un paño de oro. Todos contuvimos el aliento.
“Es la hostia”, susurró la maestra. La monja nos explicó, que el sacerdote la ungió con aceite y agua bendita autorizándola para darnos una pequeña muestra de la Eucaristía, con gestos lentos y ojos cerrados, tomaba uno entre sus dedos ungidos. Diciendo: “El Cuerpo de Cristo, pero aún no consagrado. Solo una muestra para que comprendan la solemnidad de lo que recibirán hoy.”
La monja pasó frente a nosotros, depositando en cada palma extendida un fragmento de aquel misterio. Cuando era mi turno, sentí el pan áspero contra la piel, miré de reojo a mis compañeros de clase: algunos fruncían el ceño, otras sonreían con complicidad. Este trozo de pan áspero y flaco, ¿era esto realmente el cuerpo de Cristo?
Las lecciones del catecismo me habían sembrado una semilla de esperanza, pero también de dudas. Sabía que la Primera Comunión debía ser un momento de transformación espiritual y sagrado, me enseñaron que es una fuente de “cobertura” contra el pecado, un camino hacia una vida santa que me prepararía para el banquete celestial.
Pero en mi interior, me preguntaba si yo era realmente digna de recibir tal regalo, si sería capaz de sentir esa conexión profunda con lo divino.
Recuerdo que me preguntaba si ese pequeño trozo de pan me ayudará a ser más espiritual, si en realidad me va a ayudar a vencer mis pecados para así estar más cerca de Jesús.
La promesa era clara: en la Sagrada Comunión, recibiría a Jesucristo, quien se entregó a nosotros en Su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Esta “unión” íntima con Cristo significa y fortalece nuestra unión con Él y su iglesia católica.
Siempre me enseñaron que Jesús mismo nos habla de la importancia de este sacramento cuando dice: “si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes” (Juan 6:53). Pero, ¿podría esta promesa realmente superar mis dudas?
“Hoy son flores del jardín de Cristo”, declaró la monja, mientras nos guiaba hacia la entrada triunfal para la Sagrada Comunión. “Recuerden”, enfatizó la monja, “al entrar, miren sólo al suelo. Los ángeles registran cada paso de los elegidos”.
El sol filtrado por los vitrales teñía el pasillo de colores. Avanzamos hacia las primeras bancas de la iglesia justo al frente del altar, como lo habíamos practicado por semanas.
El órgano resonó con un acorde grave, así como habíamos practicado, era la señal divina que cortó el silencio de la misa. Uno a uno, nos levantamos de las bancas en fila india, como almas en pena vestidas de blanco inmaculado. Avanzamos hacia el confesionario, una caja de madera oscura que cuando era mi turno olía a cera derretida y a miedo infantil.
El cura esperaba tras la cortinilla desgastada, su silueta borrosa tras la celosía.
Me arrodillé, las rodillas temblorosas sobre el reclinatorio duro, y recité: “padre mío, yo confieso…”, que me habían hecho memorizar.
¿Y tus pecados, hija?, preguntó con una voz que parecía venir del fondo de un pozo.
Mis pecados, pensé por un segundo, ¿mentirle a mami sobre el chocolate que me comí? Inventé algo, cualquier cosa, porque a los siete años no entendía de culpa, pero sí de la presión de tener algo que confesar.
El sacerdote murmuró una penitencia, tres Avemarías y me dio la absolución con un gesto mecánico haciendo la señal de la cruz con su mano, como quién sella una carta.
Al salir, el aire de la iglesia me golpeó frío en la cara. Regresé a la banca con los ojos bajos, como nos habían enseñado, pero no por humildad, sino porque no quería que nadie viera mi alivio fingido.
A mi lado, David mi amigo de la infancia jugueteaba con su rosario, evitando mi mirada. ¿Habría inventado pecados él también?
El confesionario seguía devorando niños uno tras otro, declarándolos absueltos pero aún cargados de preguntas. Y mientras el órgano entonaba un himno alegre, yo me preguntaba si Dios realmente creía que tres Avemarías bastaban para limpiar mentiras o si en realidad Él había escuchado mi confesión.
El sacerdote extendió sus manos sobre nosotros como un juez celestial. “Dignos son los que han preparado su corazón para recibir al Señor”, declaró, mientras el órgano entonaba una melodía que parecía sacada del cielo.
En fila india, avanzamos hacia el altar. Los zapatos nuevos crujían contra el mármol, el sacerdote, vestido de blanco inmaculado, con esa hostia dorada brillando entre sus dedos diciendo: “El Cuerpo de Cristo”, extendí mis manos, ubicó el pan en mi palma de la mano y respondí, “amén”, como me habían enseñado.
De regreso a la banca, el silencio era tan denso que escuché el crujir de mi vestido al sentarme, desde una distancia, vi a mami que lloraba en silencio, sus lágrimas cayendo sobre el misal abierto.
El sol de la mañana entraba por el vitral de Jesús y pintaba el suelo de colores. Por un segundo, esperé sentir algo… un calor, una voz, una señal, solo escuche el del órgano cantando y repitiendo: “Aleluya”.
Había tomado mi primera comunión, y Dios, si estaba allí o no, solo se que no hizo ruido.
Ya de regreso a casa olía a fiesta y a alivio. Mami, con su delantal, revolvía el caldero de arroz con gandules como si fuera una pócima de alegría.
En la mesa, el tembleque y el arroz con dulce, mis postres favoritos, temblaban bajo un manto de canela y una bandeja de pastelillos de guayaba que Mae, mi mejor amiga china, devoraba con ojos brillantes.
Los vecinos judíos, los padres de mi amigo de la infancia, David, llegaron con postres deliciosos, David, Mae y yo celebrábamos con alegría.
Mae, cuyos padres enseñaban a mami a usar palillos chinos para pinchar un bacalaítos frito. “En China, celebramos con fideos largos para larga vida”, dijo la señora Li, mientras mami les servía la comida.
“¡Y en Puerto Rico, con comida que llene el alma!”, contestó mami, rozando el crucifijo de su cuello sin darse cuenta.
Nos sentamos en el patio, donde las sillas prestadas, formaban un círculo imperfecto pero feliz. David, Mae y yo, los tres con nuestras herencias distintas, compartíamos un plato de arroz con dulce, fingiendo no ver cómo los adultos brindaban con coquito puertorriqueño y té de jazmín.
Mae me pasó una galletita de la fortuna de el negocio de su padre, los tres nos reímos, conscientes de que aquel día no había sido solo sobre hostias, ni primera comunión, ni la eucaristía, sino sobre cómo el mundo cabía en un solo patio, entre platos prestados y oraciones ajenas que, por una tarde, sonaron a familia.
Mami, viéndonos, suspiró satisfecha. Su comunión había sido otra: la de unir fronteras con cucharones y cariño.
Esa noche, cuando la casa por fin estuvo en silencio, colgué mi vestido blanco en la puerta del armario. La tela aún guardaba el olor a incienso, un vestido blanco que horas antes me había hecho sentir “elegida”, ahora el vestido parecía solo un pedazo de tela lleno de interrogantes.
Me senté en la cama y por primera vez ese día, respiré sin que nadie me observara. Afuera, la luna bañaba el jardín donde horas antes habíamos reído con mis mejores amigos David y Mae.
Recuerdo que el mismo cielo que horas antes parecía bendecir mi comunión, ahora era un mudo testigo de mis preguntas. Todo esto, el bautismo, los sacramentos, ungirnos con aceite, el encuentro celestial en altar, la Primera Comunión, tradiciones, costumbres… ¿Realmente me acercarán más a Dios? ¿Son rituales que me aseguran un encuentro con la gracia de Dios? ¿Qué más tengo que hacer para recibir esa “permanente unión” en Jesucristo?
¿Por qué un Dios que murió en la cruz necesitaba todo esto? ¿Por qué un Salvador que compartió pan con pecadores exigía confesar mis pecados a un hombre con un título de sacerdote?
A través de la pared, escuché a mami rezar el rosario. Sus avemarías eran un murmullo constante, como si las cuentas del rosario fueran los eslabones de una cadena que la uniera a algo más grande.
Yo, en cambio, pensé en la tienda de la iglesia, en el sobre de ahorros de mami, en los padres de David que no creían en Jesús pero sí en la felicidad de su hijo, en Mae que iba a celebrar con su familia otra tradición.
Tal vez la respuesta no estaba en el altar, sino en el caldero de arroz que habíamos compartido.
Cerré los ojos. El traje seguía allí, flotando en la oscuridad, fantasma de un día que había prometido unión pero me dejó con más preguntas que certezas. Y por un instante, antes de dormir, quise creer que a Dios le habían gustado más los pastelillos de guayaba que las hostias secas.
Recordando cuando mi padre me felicitó con un abrazo, mis mejores amigos de la infancia riéndonos a carcajadas celebrando, la alegría de escuchar a una de las vecinas tocar el cuatro puertorriqueño, ese instrumento de cuerda se utiliza para tocar música jíbara, la música tradicional de nuestra hermosa isla. Su sonido llenó nuestra casa de alegría y nos recordó nuestras raíces.
Era un día perfecto, lleno de la inocencia de la infancia. Esa noche, me dormí profundamente, sin imaginar que sería la última vez que vería a mis dos mejores amigos, David y Mae.
En mi mundo infantil, un adiós silencioso marcaría el resto de mi camino.
Gracias por acompañarme una vez más en este tiempo. Mi oración es que este testimonio, el cual continuaré compartiendo, te anime a buscar la verdad en la Palabra de Dios y a encontrar una relación auténtica con Dios. Que el SEÑOR les continúe bendiciendo, ¡hasta la próxima!
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
La Caverna del Profeta®
Pentecostales Reformados
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com