Parte 7 TESTIMONIO
Recuerdos...
Nunca olvidaré ese día en el colegio. Llegué temprano y la ausencia de David y Mae se sintió de inmediato; sus pupitres estaban vacíos. Me embargó una profunda tristeza, a pesar de que el fin de semana anterior había sido una verdadera bendición. David, Mae y yo habíamos disfrutado de un día maravilloso en el parque, gracias a que nuestros padres nos permitieron pasar juntos ese que sería nuestro último fin de semana.
Recuerdo vívidamente cómo comimos helado, hamburguesas y bebimos Ice Tea bien frío que compartimos entre risas. Ese día se convirtió en un tesoro de recuerdos mientras evocábamos las anécdotas de nuestros tiempos juntos en el colegio.
Especialmente recordamos cuando nos asignaron a una maestra que no tolerábamos. Me hacía sentir terrible cuando se burlaba de mí y de otros compañeros delante de toda la clase. Pero David siempre salía en nuestra defensa. Con su humor característico y esa valentía que lo caracterizaba, decía que iba a buscar su honda —la que su padre judío le había regalado— para tumbar a la "maestra Goliat", haciendo referencia a la historia bíblica que todos conocíamos del rey David y el gigante Goliat.
Recuerdo cómo revolucionó el salón confrontando a la maestra y diciéndole que no tenía derecho a tratarnos así. Le estábamos tan agradecidos por tener el valor que nosotros no teníamos para enfrentarla.
Mientras continuábamos David, Mae y yo en el parque, riéndonos y recordando los buenos tiempos que habíamos disfrutado, llegamos a un lugar hermoso del parque adornado con flores de colores. Fue entonces cuando la madre de David llegó con postres tradicionales judíos y, con una sonrisa cálida, me agradeció por la linda amistad que yo le había brindado a su hijo David. Sus palabras me llenaron el corazón de una manera que no esperaba.
Mis pensamientos y recuerdos fueron interrumpidos abruptamente por la voz de la maestra. Se dirigió a nosotros con su tono habitual, cordial pero directo. Hizo referencia a David y Mae, explicando con delicadeza el motivo de sus ausencias: se habían mudado a otro estado y ya no vivirían más en Filadelfia. Sus palabras cayeron sobre mí como una confirmación de lo que mi corazón ya temía.
La maestra, notando quizás la tristeza que se reflejaba en mi rostro, se acercó y me abrazó con ternura. Su gesto fue un bálsamo inesperado para el dolor que sentía en ese momento, sabiendo que había perdido a mis dos mejores amigos.
Añadió que tenía buenas noticias: la parroquia iba a escoger a 2 estudiantes varones para trabajar en la obra del altar como monaguillos. Los estudiantes masculinos se emocionaron al escuchar esto, llenos de orgullo por la posibilidad de representar al salón en el altar de la iglesia católica. Se abrazaron unos a otros, emocionados por esta oportunidad tan especial.
De repente, el sonido de la campanita resonó por el pasillo, indicando que la Madre Superiora venía de camino a nuestro salón.
Todos, inmediatamente al escuchar ese sonido familiar, nos apresuramos a arreglar los pupitres, acomodar las mochilas contra la pared, alisar nuestros uniformes y sentarnos en posición perfecta. La maestra se dirigió hacia la puerta y se colocó respetuosamente frente a ella.
La puerta del salón se abrió con solemnidad. Entró primero la monja asistente de la Madre Superiora, vestida con su hábito negro impecable y como siempre, portando su libreta azul y su bolígrafo en mano lista para tomar notas.
Luego hizo su entrada la Madre Superiora, una figura imponente y majestuosa. Vestía el hábito tradicional de su orden: una túnica negra que llegaba hasta sus tobillos, perfectamente planchada y sin una sola arruga. Su cabeza estaba cubierta por una toca blanca inmaculada que enmarcaba su rostro severo, y sobre ella llevaba un velo negro que caía elegantemente sobre sus hombros. Alrededor de su cintura, un cordón negro con cuentas que servía como rosario, símbolo de su devoción constante. Cada detalle de su vestimenta hablaba de disciplina, santidad, tradición y autoridad sagrada.
Nos saludó en inglés con su voz clara y autoritaria: “Good morning, children”.
Nos explicó lo del asunto de mis amigos David y Mae, y con un tono frío y distante dijo que “la vida continúa”.
Nos felicitó por la decisión del sacerdote de haber escogido un excelente salón de clases para la tarea de servir en el oficio de monaguillo en el altar, continuó diciendo: “el cual deben de sentirse privilegiados para este servicio, específicamente a dos varones para servir como monaguillos.”
— Pero —, dijo con una voz cortante que cortó el aire del salón, “al escoger quiénes serán los elegidos, como en la Biblia escogieron a Matías (según Hechos 1:26), y según lo establecido por la Iglesia Católica”, recuerdo que ella hizo una pausa dramática. La Madre Superiora añadió con autoridad: “He sido ungida por el sacerdote de nuestra capilla para realizar el acto histórico de escoger también a monaguillas, sí, niñas para servir en el altar. Un servicio que debe también de estar accesible a ellas”.
Recuerdo que el salón parecía a punto de colapsar. Los varones se opusieron inmediatamente a tal decisión revolucionaria. Algunos se levantaron bruscamente y salieron del salón azotando la puerta; otros tiraron sus mochilas al suelo con furia, se quitaron las corbatas y arrancaron las insignias de sus uniformes en señal de protesta. Otros permanecieron sentados, mirando sin decir nada, con expresiones de incredulidad y confusión.
Recuerdo que en el grupo de niñas, las reacciones fueron completamente opuestas. Unas se reían y brincaban de alegría, susurrando emocionadas: “Por fin tenemos derecho de servir también en el altar de la iglesia, el altar de nuestra Madre, La Virgen”. Otras se miraban con asombro, sin poder creer lo que estaban escuchando.
Y yo... permanecí en silencio, sin entender completamente por qué tomar tal decisión había causado tanta controversia, pero sintiendo que algo histórico estaba sucediendo ante mis ojos.
Recuerdo que la Madre Superiora continuó explicando los detalles de esta nueva decisión. “Tradicionalmente”, nos dijo, “las niñas que servían en la iglesia eran llamadas “siervas” (en inglés “servants”) y tenían un ministerio complementario al de los monaguillos”.
Ella continuaba explicando que las “siervas” (“servants”) algunas fueron enseñadas expresamente a presentar los dones durante la ofrenda, aceptando la enseñanza de una entrega a servir a Dios como un acto simbólico, como también a distribuir los panfletos cancioneros antes de la misa entre otros servicios.
Yo continuaba escuchando a la Madre Superiora a la misma vez recordando cuando todos los estudiantes teníamos que hacer servicio comunitarios una vez al mes, ayudando a las monjas (conocidas como las “siervas”) en la limpieza de la iglesia y cuando daban clases de catecismos teníamos que ayudarlas en la clase.
La Madre Superiora continuaba felicitando a las “siervas” también por su arduo trabajo en los hospitales y colegios administrados por la Iglesia Católica, entre otros.
También ella explicó sobre la vestimenta la cual marcaba esta diferencia: mientras los niños monaguillos vestían sotana negra y blanco como los pequeños clérigos que representaban, las niñas “siervas” usaban túnicas sencillas.
“Pero estos tiempos están cambiando”, declaró la Madre Superiora con firmeza, “y estas formas tradicionales han estado en cuestión durante mucho tiempo.
"Hoy, las niñas también podrán servir directamente en el altar, vestidas con la misma dignidad que sus compañeros varones”.
Después de pronunciar estas palabras revolucionarias, el salón quedó sumido en un silencio sepulcral. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
La Madre Superiora, con movimientos calculados y deliberados, nos entregó a cada uno un pequeño trozo de papel blanco. Con voz firme y autoritaria nos ordenó escribir únicamente nuestro apellido con letra clara y legible.
En ese momento preciso, como si hubiera sido cuidadosamente orquestado, entró al salón otra monja ayudante de la Madre Superiora. Portaba con reverencia un envase de metal plateado en forma de copa, similar al cáliz sagrado que el sacerdote utiliza durante la misa en el altar. El objeto brillaba bajo la luz fluorescente del salón de clases, dándole un aire ceremonial a lo que estaba sucediendo.
La Madre Superiora extendió sus brazos hacia la copa y, con una solemnidad que nos hizo contener la respiración, nos ordenó diciendo: “Acérquense con respeto y dignidad a este cáliz sagrado y depositen su papelito. Que sea la voluntad de Dios quien determine quiénes serán los elegidos para servir en su Santo Altar”.
Uno por uno, como en una procesión silenciosa, comenzamos a acercarnos al cáliz, conscientes de que estábamos participando en algo que cambiaría para siempre la tradición de nuestra parroquia.
Una vez que deposité mi papelito en la copa sagrada, regresé a mi pupitre y me senté con el corazón acelerado. En ese momento, recuerdo que los varones que habían salido del salón enfadados regresaron acompañados por otra monja. Ella los tenía firmemente tomados por los brazos, como si los hubiera escoltado de vuelta para que cumplieran con el “ritual”. Con evidente reluctancia y rostros aún desafiantes, realizaron el acto de depositar sus papelitos en la copa.
La Madre Superiora se acercó al cáliz con solemnidad. Cerró los ojos, elevó su rostro hacia el crucifijo que colgaba en la pared del salón de clases, y comenzó a rezar en voz alta invocando el nombre de la Virgen María: “Santa María, Madre de Dios, guía nuestras manos para que sea tu voluntad la que se cumpla en esta elección sagrada”.
Con movimientos lentos y ceremoniales, extendió su mano dentro de la copa, extrajo un papelito doblado y se lo entregó a su ayudante. Luego, repitió el gesto y extrajo un segundo papelito, entregándoselo también a la monja asistente.
La ayudante, junto con nuestra maestra, desplegaron los papelitos con cuidado. Intercambiaron miradas significativas antes de leer en voz alta los apellidos elegidos.
Para mi absoluta sorpresa, el primer apellido que resonó en el salón fue el mío. El segundo apellido pertenecía a una niña pelirroja que siempre se sentaba en el último pupitre, justo al lado de la puerta trasera del salón. Ella era la única que tenía el privilegio de usar esa puerta que a nosotros nos estaba prohibido, algo que siempre me había intrigado.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Ella bajó la vista tímidamente, y yo hice lo mismo, sintiéndome abrumada. Temblé al pensar qué iba a ocurrir después de este momento histórico que acabábamos de presenciar.
Recuerdo cómo las monjas se acercaron a nosotras para felicitarnos. La Madre Superiora, con una sonrisa que mezcló orgullo y solemnidad, nos aconsejó con palabras que quedaron grabadas en mi memoria: “Recuerden que ahora ustedes, como “siervas”, representan a la Santa Madre Iglesia Católica. Es un privilegio sagrado servir como "siervas" en esta tarea tan importante del Altar, para la gloria de Dios.”
Continuó con tono oficial: “Me comunicaré personalmente con sus padres para coordinar las prácticas en la iglesia. Todo debe realizarse según lo acordado, bajo las reglas y leyes de nuestra Santa Madre Iglesia Católica”.
Todavía me encontraba en estado de asombro, procesando lo que acababa de suceder. Las monjas se despidieron con una reverencia ceremonial, y nuestra maestra intentó continuar con la clase normal, aunque la atmósfera del salón había cambiado para siempre.
Pero en medio de toda esta conmoción, un pensamiento inquietante comenzó a formarse en mi mente. Por un segundo, una duda dolorosa me atravesó el corazón: si mis queridos amigos David y Mae hubieran estado presentes en este momento, ¿acaso Dios y la Virgen María habrían escogido sus apellidos en lugar del mío? ¿Me habría quedado yo sin ser considerada digna de tan sagrada obra?
La pregunta me persiguió en silencio, mezclando la alegría del momento con una sombra de incertidumbre sobre si realmente merecía este honor divino.
Cuando llegué a casa, mami ya estaba celebrando la noticia. Había recibido la llamada de la Madre Superiora y su rostro irradiaba orgullo y emoción. Pero yo no compartía su entusiasmo; algo dentro de mí se resistía a celebrarlo.
Me senté a su lado y le expliqué todo con lujo de detalles: la revolución que se había desatado en el salón de clases, las protestas de los varones, los papelitos en la copa sagrada, y cómo mi nombre había sido elegido junto al de la niña pelirroja. Mami me escuchaba con ternura, asintiendo comprensivamente mientras yo derramaba todas mis emociones.
“Pero mami”, le dije con la sinceridad de mi ignorante infancia, “no me siento digna de esto”. Sus ojos se llenaron de preocupación maternal. Continué explicándole lo que había aprendido en el catecismo: que el llamado para servir en el altar, o en cualquier otro servicio sagrado, es un llamado divino de fe.
Recordaba las enseñanzas sobre cómo ese llamado se convierte en una misión sagrada para la Iglesia Católica y para honrar a nuestra Madre, la Virgen María. Era una tarea que debía cumplirse con honor, dignidad y pureza de corazón.
¿Y si Dios se equivocó conmigo, mami?, continué preguntando, ¿y si no soy lo suficientemente buena para esta misión tan importante?, pregunté con lágrimas asomándose en mis ojos, cargando el peso de una responsabilidad que, a mi corta edad, me parecía inmensa.
Una vez que mami me escuchó con paciencia, recuerdo vívidamente cómo limpió mis lágrimas con delicadeza y me consoló con palabras que aún resuenan en mi corazón: "Mija, Dios estará contigo en cada paso. Todo va a estar bien, Él no se equivoca". Sus palabras me tranquilizaron, pero la ansiedad persistía.
Esa noche no tenía muchos deseos de cenar ni de estudiar. Solo podía pensar en ese día tan trascendental cuando tendría que subir al altar sagrado de la Virgen María y de Jesucristo y servir por primera vez.
Las imágenes del salón revolucionado se repetían una y otra vez en mi mente.
Y mientras daba vueltas en la cama, me preguntaba: ¿Será que la salvación se obtiene a través de estos actos? ¿Acaso la gracia de la Virgen será derramada en mi vida por servir en su altar? Necesitaba urgentemente respuestas.
El viernes llegó como un torbellino. Una monja vino a recogernos a mí y a mi compañera de clases, la niña pelirroja. Nos dirigimos a otro salón donde estaban reunidos los estudiantes de sexto grado, quienes también participarían en la ceremonia. Formamos una fila india perfectamente ordenada, y la monja nos asignó nuestras responsabilidades sagradas: yo llevaría un envase de cristal con el vino consagrado, y mi compañera de clases portaría el recipiente con agua.
Todos practicamos meticulosamente los pasos ceremoniales en el salón, midiendo cada movimiento, cada genuflexión.
(RAE: genuflexión- Acción y efecto de doblar la rodilla, bajándola hacia el suelo, ordinariamente en señal de reverencia).
Luego nos dirigimos en procesión hacia la iglesia, donde realizamos el ensayo general en el altar verdadero.
Mi compañera de clases no me dirigió ni una sola palabra durante todo el proceso, pero pude ver en sus ojos la misma concentración intensa que yo sentía. Ambas estábamos completamente dispuestas a ejecutar todo esto sin cometer el más mínimo error.
Sabíamos que los “revolucionarios” —como llamaba mentalmente a los varones que se habían opuesto— estarían observando cada uno de nuestros movimientos, esperando quizás que falláramos.
Fue un momento extremadamente difícil para a nuestra corta edad, un momento donde todo tenía que hacerse con precisión absoluta y cuidado reverencial. La presión era inmensa, pero también sentía que estaba viviendo algo histórico.
Llegó el gran día: domingo. Estábamos todos temprano en la sacristía, en la parte posterior de la capilla. Las monjas, junto con las madres presentes, nos ayudaban cuidadosamente a vestirnos con la sotana blanca y roja que marcaba nuestra nueva dignidad como “siervos” y “siervas” al servicio del altar.
De repente, mami se me acercó acompañada por la monja principal. La monja me miró directamente a los ojos y me preguntó en inglés, con un tono urgente pero maternal: “María Izabel”, ¿recuerdas la parte cuando ustedes se dirigen hacia la puerta lateral para subir la escalera y ubicarse en el altar?
Recuerdo que le respondí con seguridad, que sí recordaba lo practicado.
Ella continuó preguntándome, ¿recuerdas al estudiante que, cuando el sacerdote eleva la hostia consagrada y el cáliz durante la consagración, tiene que tocar la campanilla? continuó preguntando.
“Sí, lo recuerdo", afirmé.
Su expresión se volvió más seria y me dijo: “Él no pudo asistir hoy, está enfermo, y necesito que tú hagas exactamente lo que él debía hacer. Todo en el altar sigue un orden sagrado y litúrgico, y no puedo alterar ese orden divino. ¿Lo harías? ¿Te sientes capaz de asumir esta responsabilidad adicional?
Por un segundo, busqué con la mirada a mi compañera de clases. Ella me hizo un gesto silencioso pero alentador, diciéndome: “Sí, tú puedes”. Luego miré a mi madre, quien guardó un silencio respetuoso, dejando la decisión en mis manos.
Respiré profundo y dije con determinación: “Sí, Hermana, sí puedo hacerlo”.
La monja sonrió con ternura, me abrazó y susurró: “Esta obra te será contada en el cielo, y la Virgen María la recordará siempre en el día del juicio final, como tu intercesora”.
Sus palabras me llenaron de una fuerza que no sabía que tenía.
Continuamos con los preparativos, siguiendo todo lo que nos habían enseñado, pero ahora yo cargaba con una responsabilidad aún mayor en este día histórico.
Continuamos donde habíamos quedado. Recuerdo que ya estábamos todos listos para entrar cuando un sacerdote se acercó a nosotras junto con las monjas.
Con solemnidad, el padre tomó aceite y agua bendita para limpiar nuestras manos, tanto las mías como las de mi compañera de clases. Mientras realizaba este ritual purificador, nos explicó que con este aceite sagrado quedábamos consagradas como “siervas” para la tarea que nos esperaba.
"Ahora sí son dignas de llevar el vino y el agua al altar", nos dijo con voz grave y respetuosa. "Cárguenlos con reverencia”.
Cuando finalmente entramos todos en orden procesional a la iglesia, no podía creer que una vez más me estaba acercando al lugar más sagrado de la iglesia: el altar.
Mientras caminaba por el pasillo central, sentía el peso de las miradas. Muchos feligreses fijaron su atención en mi compañera de clases y en mí. Podía escuchar las murmuraciones a nuestro alrededor.
"Niñas siervas", decían algunos en inglés, con un tono de admiración mezclado con asombro.
Otros nos observaban con cierto escepticismo, como si cuestionaran si nosotras éramos realmente dignas de realizar tan sagrada tarea. Sus miradas parecían preguntarse si dos niñas pequeñas podían manejar la responsabilidad de este momento tan solemne.
Sin embargo, también había rostros amables que nos sonreían con aprobación, felicitándonos con pequeños gestos de aliento, algunos incluso nos dirigían discretos aplausos silenciosos con las manos.
El momento decisivo llegó cuando tuvimos que dirigirnos hacia una puerta lateral. No podíamos subir por el frente del altar, ya que ese espacio es demasiado santo y sagrado para el acceso directo. Teníamos que atravesar una puerta especial y desde ahí acercarnos solamente hasta la orilla de la pared, justo al costado del altar.
Nuestro turno había llegado. Con manos temblorosas pero decididas, le entregamos los recipientes de cristal al sacerdote. Él ungió ambos envases con aceite santo, santificándolos para su uso en la Eucaristía.
Entonces nos giramos hacia la pared, como nos habían instruido. Puse mi mirada fija en la pequeña campanilla que descansaba debajo del altar, colocada cuidadosamente sobre una tela blanca inmaculada. Me acerqué un poco más al altar, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza por los nervios.
Mantuve mi atención completamente concentrada, esperando el momento preciso. Cuando el sacerdote elevó la hostia hacia el cielo y pronunció con voz solemne las palabras sagradas "Este es mi Cuerpo", yo hice sonar la campanilla.
Fue un momento de consagración pura, exactamente como nos habían enseñado las monjas. El sonido cristalino de la campanilla se elevó por toda la iglesia, marcando el instante más sagrado de la misa, cuando el pan se transforma en el Cuerpo de Cristo. En ese momento sentí una mezcla indescriptible de responsabilidad, honor y conexión espiritual profunda.
Tras recibir la indicación del sacerdote, nos dirigimos en silencio hacia las escaleras para ocupar nuestros lugares. Aunque externamente parecía una joven devota que había cumplido con su deber en el altar santo, internamente la inquietud me consumía.
Me preguntaba si este acto de servicio, ¿realmente complacía a Dios? Si mis esfuerzos eran genuinos o simplemente una formalidad vacía. Las dudas, lejos de disiparse, seguían creciendo en mi interior.
Al salir de la iglesia, mi padre nos esperaba en el auto y me felicitó con un abrazo. Recuerdo que le conté a mi madre sobre mis inquietudes pero un silencio invadió a mis padres, observe que no se dirigieron la palabra en todo el camino.
Ya en casa, mi madre y yo celebramos mi servicio en el altar, que tal experiencia resultó ser para mi una experiencia vacía.
Pues surgieron las dudas sobre la posibilidad en convertirme en una "sierva", por medio de mi devoción religiosa, preguntándome si tal devoción podría darme acceso directo al cielo.
Recuerdo que me sentía exhausta de tratar de cumplir con todas las exigencias de la iglesia católica. Agotada de intentar complacer a Dios, a la Virgen y a Jesús como me enseñaron por tradición.
Pero la "celebración" se interrumpió cuando fui a buscar a mi padre y lo encontré empacando su ropa. No hizo falta que lo dijera: supe que no era un viaje.
Sus manos, que solían arreglar mis juguetes o acariciar mi cabeza al dormir, doblaban camisas con una frialdad mecánica, como si ya no le pertenecieran. Me miró con esa tristeza que no necesita palabras, me abrazó tan fuerte que sentí que era un adiós disfrazado de cariño. "Debo tomar decisiones importantes", me dijo.
Terminó de empacar y, sin un festejo, sin una sonrisa para mi "celebración", bajó las escaleras tomándome de la mano. Su piel estaba fría. Mi madre se quedó al otro lado del pasillo, convertida en una estatua de silencio y reproches.
Él solo asintió hacia ella, un gesto cortante que selló años de historia. Yo caminé detrás, arrastrando los pies como si el suelo se hubiera vuelto lodo. La maleta. Esa maleta fea que se balanceaba en su mano, donde por un segundo pensé que empacó todas sus promesas rotas y de noches en las que ya no leería cuentos junto a mi cama.
El divorcio no solo tocó nuestra puerta: la derribó a patadas, indiferente al llanto que quedó atrapado en mi garganta. De pronto, la casa se volvió enorme y vacía, llena de ecos que repetían "¿por qué?".
Me sentí como un altar abandonado: el mismo Dios al que había servido con manos temblorosas ahora me devolvía el fervor convertido en ceniza. ¿Había sido yo? La duda me corroía. Tal vez mi fe no solamente se marchitó, sino que Dios la arrancó de mi corazón, preguntándome ¿había sido un castigo por no sostener bien el recipiente de cristal, por torcer la reverencia al caminar hacia Él?
Con el tiempo entendí lo que era un divorcio: no solo una firma en papeles o la división de muebles, sino una herida que sangra en silencio. Una decisión tomada por adultos, con razones que mi corazón de niña no alcanzaba a comprender. Duele aceptar que el amor en un matrimonio, a veces, no basta. Que las personas eligen caminos distintos, y que esos caminos, aunque duelan, no siempre son un castigo… solo son humanos.
Mi padre se fue. Mi fe tambaleó. Pero la vida, con su extraña manera de enseñar que el dolor no es eterno. Aprendí a cargar con esa maleta imaginaria —ligera ahora—, a mirar hacia adelante olvidando el pasado. Porque las familias no se rompen del todo: se transforman. Y yo, entre los escombros, quería florecer en gracia, pero las raíces de amargura no me lo permitieron.
Hasta la próxima.
Autoría:
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com
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