martes, 15 de abril de 2025

15/abril/2025 PARTE 4 La Primera Comunión *Testimonio

 



15/abril/2025
PARTE 4
La Primera Comunión
*Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

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TESTIMONIO PARTE 4 
Saludos, mi nombre es María Izabel Mestre de Yom Teruah Ministries, y hoy quiero compartir con ustedes el testimonio PARTE 4. Este es el relato de cómo mi Primera Comunión, un rito que se suponía que me acercaría a Dios, en realidad me llevó a cuestionar mi fe y a buscar una relación más personal con Él. ¿Alguna vez te has preguntado si estás viviendo una fe que es realmente tuya? Si es así, esta historia es para ti.

La Primera Comunión, vivida con una inocente devoción, marcó el inicio de mi formación religiosa. Esta, aunque bien intencionada, dejaba poco espacio para el pensamiento crítico. Años de educación católica, catecismos y tradiciones me enseñaron a ver la fe como un sistema de normas, más que como una relación personal con Dios. Pero en el fondo de mi corazón, algo no encajaba. Sentía que me faltaba algo más que reglas y tradiciones. 

Aún puedo ver aquel domingo en la misa, cuando el sacerdote anunció la fecha de nuestra Primera Comunión. Sentí el abrazo cálido de mami y el roce suave de su vestido, mientras me susurraba con una sonrisa llena de orgullo y devoción: “Es un día muy importante, Marihita. Será tu unión con Jesucristo y la Iglesia”. A mi alrededor, los otros padres asentían en silencio, como si ese momento no solo marcara un sacramento, sino un rito de paso colectivo. Yo, con mis siete años de edad, no entendía del todo el peso de sus palabras, pero asentí con solemnidad, inocente ante la fe que se me ofrecía como un regalo envuelto en tradiciones y promesas.

El camino de regreso a casa, bajo el sol de mediodía, permanece grabado en mi memoria. Caminábamos despacio, mi mano pequeña entre las de mami, quien me recordaba con ternura y orgullo cada clase de catecismo, cada rezo repetido hasta memorizarlo, cada domingo dedicado a prepararnos para ese gran día. Había sido casi un año de esfuerzo: sus explicaciones pacientes sobre los misterios del rosario, sus susurros corrigiendo el “Padre Nuestro” antes de dormir, incluso sus ejemplos con migajas de pan para que entendiera el milagro de la Eucaristía. “Todo esto es por tu bien, Marihita”, me decía, convencida de que aquellas palabras, talladas a fuerza de repetición, serían mi cobijo espiritual. Y yo, con la solemnidad de mis siete años, asentía sin saber que, más allá de las oraciones aprendidas, la fe también se construye con preguntas.

"Mami, ¿y si me equivoco en mi primera comunión?", pregunté, apretando su mano mientras el sol de la tarde dibujaba sombras largas en la calle. Ella se detuvo, recuerdo que se agachó hasta quedar a la altura de mis ojos y dijo, con una voz tan suave como firme: “No temas, Marihita. Jesús no se fija en los errores, sino en el corazón. ¿Recuerdas lo que practicamos?”

Asentí, repitiendo en un murmullo: “Señor, no soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. “Eso es”, sonrió, limpiándome con una mota el polvo en el vestido. Sus palabras me tranquilizaron, aunque entonces no entendía del todo su significado. Hoy, años después, aquel diálogo resuena como una metáfora involuntaria: ella me enseñó a seguir el guión de la fe, pero la verdadera fe estaba en todo lo que no venía escrito en el catecismo.

Al día siguiente, llegamos al salón de clases como una oleada de uniformes arrugados y mochilas pesadas, algunos todavía con migajas del desayuno pegadas. La maestra ordenó silencio y organizamos los pupitres; la emoción del lunes era palpable. 

Saludé a mis mejores amigos, David y Mae, con una sonrisa inmensa. Pero la atmósfera cambió drásticamente cuando la Madre Superiora entró al salón. Ese crujido interrumpió el murmullo. Allí apareció la Madre Superiora, su hábito negro cayendo en pliegues rectos como una cascada de tinieblas. El rosario de cuentas oscuras, que colgaba de su cinturón de cuero, oscilaba con cada paso, marcando un ritmo lento, casi litúrgico. 

En sus manos, llevaba un fajo de papeles blancos inmaculados. "Niños y niñas", nos saludó, y esa sola palabra bastó para que hasta el suspiro más leve se congelara en el aire. 
Recuerdo que nos entregaron un anuncio: en el sótano de la capilla se instalaría una tienda de trajes y conjuntos blancos. "Asegúrense de que sus padres lean esto con atención. No todos los días se recibe el Cuerpo de Cristo por primera vez", añadió la Madre Superiora. 

Pero mientras el papel reposaba en mi libreta, me preguntaba: ¿tenía que hacer todo esto para acercarme a Dios? ¿Son estas SUS reglas? ¿Tenía que rendir mi corazón para obtener un lugar cerca del trono de la gracia de Dios? ¿Realmente Dios se preocupaba por el color de mi vestido o la forma de mis zapatos? Las dudas se amontonaban, inquietas, como si el ritual mismo las despertara.

"Esa tarde, cuando llegué a casa, el cuaderno de anuncios crujió entre mis manos al entregárselo a mami. Ella, que acababa de sacar del refrigerador mis dos postres boricuas preferidos, el tembleque y el arroz con dulce, dijo al tomar el papel: "¡Ay, Marihita!", exclamó mientras leía, y de pronto me atrajo hacia sí en un abrazo que olía a canela tostada y vainilla. "¡Mi niña va a comulgar! Este sábado madrugaremos para conseguir tu traje y haremos otro tembleque para celebrar. ¡Con extra canela, como te gusta!", me dijo. 

Su voz vibró contra mi oreja, y por un segundo, el mundo se redujo a ese olor a maicena y azúcar caramelizado que me recordaba a las Navidades en Puerto Rico, en casa de abuela. 

Pero cuando intenté abrazarla más fuerte, noté algo inusual: sus brazos temblaban levemente, como si sostuviera algo más frágil que una niña de siete años, como si en realidad estuviera cargando un sueño heredado, uno que pesaba más de lo que mis hombros infantiles podrían soportar algún día. Al separarnos, vi que había lágrimas atrapadas en sus pestañas: "Es que estoy tan orgullosa", murmuró, limpiándose rápido con el delantal antes de doblar la carta con esmero exagerado. "Vas a ser la niña más hermosa de la iglesia". 

El tembleque y el arroz con dulce esperaban en la mesa. Mami cortó una porción generosa diciéndome: "Hoy lo hice con más amor". 
Aquel sábado amaneció con un sol que parecía derretirse sobre el pasto, tan brillante que hasta las piedras de las escaleras de la capilla lucían doradas. Mami me tomó de la mano con esa urgencia dulce de quien cree estar llegando tarde a un milagro. Subimos los peldaños de dos en dos, como si el cielo nos urgiera. 

Alcancé a mirar hacia atrás: el jardín de la capilla, verde y húmedo, brillaba bajo la luz como un cuadro de vitral. Mami llevaba su bolso de iglesia apretado contra el pecho como un escudo. Las monjas, convertidas en vendedoras celestiales, movían sus hábitos entre pilas de vestidos blancos que colgaban como espectros de pureza. Una de ellas, muy amable, nos guió hacia el rincón donde los trajes relucían bajo focos amarillos. 

Recuerdo que mami se emocionó, recorrió los estantes con dedos expertos, hasta que de pronto se detuvo. Allí, colgado, estaba el vestido: blanco como la nieve, y una corona de flores de tela tan delicada que parecía tejida por ángeles. "Este es", susurró mami, y en su voz había algo más que aprobación: era reconocimiento, como si aquel traje hubiera estado esperándome desde antes de mi nacimiento. 

Al sostenerlo contra mi cuerpo frente al espejo, el sol que entraba por la ventana alta de la capilla lo bañó todo de oro. Por un instante, incluso yo, la niña que se distraía en misa, creí verme transformada en una pequeña virgen de altar, lista para ser ofrecida. 

Al sostenerlo contra mi cuerpo frente al espejo, me preguntaba si Dios realmente necesitaba un vestido blanco para amarme. ¿No se suponía que Él veía mi corazón? 

La bolsa de estraza crujía entre mis dedos inquietos mientras caminábamos bajo el sol de casi el mediodía. El aroma a algodón nuevo y almidón escapaba de ella, mezclándose con el polvo del camino. En mi corazón de niña, las preguntas bailaban como hojas al viento: ¿Vendría Dios ese día? ¿O solo era otro requisito más, como los que llenaban mis cuadernos de escuela? 

Pero entonces miraba a mi madre, su risa ligera y sus pasos apresurados. Cuando llegamos a casa la vi bajar al sótano con determinación, sus zapatos repiqueteando en los escalones de madera mientras murmuraba: “Solo falta una semana y media.” El traje blanco, aún envuelto en papel de seda, brillaba bajo la luz tenue cuando lo colgó con cuidado mientras yo disfrutaba de mi “sandwich” de jalea con mantequilla de maní tratando de evadir las dudas que todavía resonaban en mi corazón. 

Hoy, mi fe es diferente. Es una fe que he construido con preguntas, dudas y una búsqueda constante de la verdad. Y aunque mi Primera Comunión fue el inicio de un camino lleno de interrogantes, también fue el comienzo de una relación mucho más profunda y personal con Dios."

"Gracias por acompañarme en este tiempo. Mi oración es que este testimonio te anime a buscar la verdad en la Palabra de Dios y a encontrar una relación auténtica con Dios. Que el SEÑOR les continúe bendiciendo, hasta la próxima."

𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒 🌷
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

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