viernes, 25 de julio de 2025

TESTIMONIO 8 Bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?


 

TESTIMONIO 8

Bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?


25/julio/2025


MISIÓN RESCATE

Recuerdos…

El sol aún no se asomaba por completo cuando mi madre me despertó aquella mañana. Era un día de semana cualquiera, pero en el colegio católico, hasta los días más ordinarios tenían algo especial.

Me levanté, como decimos en Puerto Rico, morosa, sintiendo el fresco de la mañana colarse por la ventana. En la cocina, el aroma inconfundible del café recién hecho que el abuelo nos enviaba desde Puerto Rico, me dio la bienvenida.

Mami ya estaba lista, atareada como siempre. Recuerdo como cuidadosamente llenaba su termo con el café humeante. Siempre llevaba un termo grande y una cartera aún más grande, donde guardaba todo lo necesario para enfrentar el día, hasta un pequeño costurero de emergencia.

"Tenemos que salir temprano hoy, Maruca", me dijo con una sonrisa. Sus ojos brillaban con una mezcla de entusiasmo y determinación. "Vamos a pasar por la iglesia a recoger el panfleto del estudio de catecismo para el drama del Día del Jubileo."

¡El Día del Jubileo! Recuerdo que la sola mención de esas palabras llenaba mi pequeño corazón de una emoción difícil de explicar. En mi mente infantil, se mezclaban imágenes de cantos solemnes, vestimentas coloridas y la promesa de algo especial, algo sagrado. Y eran las monjas, con su dedicación inquebrantable, quienes se aseguraban de que cada estudiante comprendiera el profundo significado de esta celebración. Cada año, con paciencia y creatividad, nos guiaban a través del estudio del catecismo, culminando en un drama que daba vida a las enseñanzas del Jubileo. Era su forma de sembrar en nosotros una semilla de fe, un amor por la tradición y un entendimiento de la gracia divina.

Asentí con entusiasmo, sintiendo un cosquilleo en el estómago. Tomé mi bulto escolar, adornado con calcomanías de ángeles y santos, y seguí a mi madre fuera de casa. La calle aún estaba en silencio, salpicada por las primeras luces del amanecer. El aire era fresco y olía a tierra mojada.

Recuerdo que mientras caminábamos hacia la iglesia, mami me tomó de la mano luego de asegurar que los cordones de mis zapatos estaban bien  asegurados. Mami siempre me hacía sentir protegida, como si nada malo pudiera sucederme mientras estuviera a su lado.

En un “santiamén” (como decía mami) llegamos a la iglesia, imponente y silenciosa, se alzaba frente a nosotras. Sus puertas de madera maciza parecían custodiar un mundo de misterio y fe. Entramos con reverencia, sintiendo el cambio de temperatura y el eco de nuestros pasos en el suelo de piedra.

Recuerdo la penumbra del interior, rota por los rayos de luz que se filtraban a través de los vitrales, pintando el suelo con colores vibrantes. El aroma a incienso impregnaba el aire, mezclándose con el olor a cera de las velas encendidas.

Mami se dirigió a un pequeño mostrador cerca de la entrada, donde una señora de rostro amable nos esperaba con una pila de panfletos. Tomó uno y me entregó otro a mí. La portada mostraba una imagen del Buen Pastor rodeado de ovejas, y las letras doradas anunciaban el "Año del Jubileo: Un Tiempo de Gracia y Misericordia".

Una vez que mami guardó los panfletos en su cartera, nos dirigimos hacia una puerta que me era completamente desconocida. Nunca antes había cruzado ese umbral. Atravesamos un pasillo largo y sombrío, con paredes de piedra fría que parecían susurrar secretos olvidados. Al final del pasillo, nos esperaba una pequeña puerta de madera, adornada con terminaciones de metal negro que le daban un aspecto antiguo y misterioso. 

Cuando alcé la vista, vislumbré el altar de la Virgen María, resplandeciente con velas y flores frescas. De repente, comprendí: que mami había encontrado un atajo, un camino secreto a través del laberinto de la iglesia. 

Recuerdo que la miré con asombro, admirada por su conocimiento de aquellos pasadizos ocultos. "Siéntate aquí, mi amor", me dijo con una voz suave como la seda, depositando su termo y su voluminosa cartera sobre el banco de madera. "Regreso enseguida." Luego, desapareció por otra puerta, dejándome sentada en la penumbra. 

No sentí miedo, pues conocía muy bien ese rincón. Era la "esquina de las monjas", un lugar seguro y familiar. Allí, las monjas solían cuidar a los bebés inquietos que perturbaban la misa, calmando sus llantos con canciones de cuna y caricias suaves. También era el lugar donde, después de la confesión, los feligreses cumplían su penitencia, sentados en silencio junto a las monjas, rezando rosarios y meditando sobre sus pecados. 

Recuerdo que siempre me impresionaba la severidad de sus rostros y el sonido constante de sus rosarios. A pesar de la calma del lugar, una pequeña sensación de inquietud me recorrió al pensar en los pecados que pronto confesaría en mi próxima visita al sacerdote.

El tiempo parecía estirarse mientras esperaba a mami. La impaciencia comenzó a inquietarme, no quería llegar tarde al colegio. 

Asomándome cautelosamente por la puerta donde se había marchado, la vi conversando animadamente con una monja. Su vestimenta, de un inmaculado color crema y blanco, caía en pliegues sencillos pero elegantes, destacando la austeridad de su orden. En su cintura, un rosario de madera oscura colgaba con discreción, las cuentas desgastadas por años de plegarias. Su aspecto, a la vez sereno y humilde, transmitía una quietud que contrastaba con la animación de su conversación.

Alcancé a ver que la monja le entregó una llave a mami con unos documentos, y ambas intercambiaron algunas palabras en voz baja. Temiendo ser descubierta, me escabullí de nuevo al banco, justo a tiempo para cuando mami regresó. 

"Vamos, Maruca, al colegio. No podemos llegar tarde." Tomé mi mochila y salimos de la iglesia, con los panfletos sintiendo que llevábamos un tesoro y cruzando la calle hacia el patio del colegio. 

Pero, para mi sorpresa, en lugar de dirigirse al edificio principal, mami me llevó hacia el sótano, donde se encontraba la cancha de baloncesto, uno de mis lugares favoritos. El aire allí olía a levadura y canela. ¡Las monjas estaban horneando pretzels! El delicioso aroma inundaba el lugar. 

Mami rebuscó en su cartera y me dio unas pesetas, indicándome con una sonrisa que comprara lo que quisiera. Obedecí con alegría, corriendo hacia el improvisado puesto de venta. Después de pagar por un pretzel recién horneado, busqué a mami con la mirada. 

La encontré hablando con otra monja, esta vez una monja de edad avanzada y mirada penetrante. Mami le mostraba la llave que le habían entregado la monja con los documentos y ambas parecían estar discutiendo algo importante. 

La monja anciana asintió lentamente, y mami guardó la llave de nuevo en su cartera con los documentos. Mi curiosidad estaba a flor de piel. ¿Qué estaba investigando mami? ¿Qué secreto escondía esa llave? ¿Y esos documentos? 

Ella me llamó con un gesto suave, "Ven Maruca, vamos a sentarnos aquí", dijo, señalando uno de los bancos de madera que bordeaban la cancha. Sacó su termo y me sirvió una taza de café caliente, con ese inconfundible aroma a café boricua que tanto me reconfortaba. 

Compartimos un desayuno sencillo pero lleno de alegría, disfrutando del calor del café y del sabor salado del pretzel. Finalmente, me despedí y me dirigí hacia el salón de clases, con la mente llena de preguntas y el corazón lleno de amor.

Llegué al salón de clases justo cuando la maestra pasaba lista. Algunos de mis compañeros también habían llegado temprano y, como era costumbre, nos pusimos manos a la obra para arreglar los pupitres y dejar todo en perfecto orden, tal como nos habían enseñado. 

La maestra pidió voluntarios para ir a buscar papeles, tijeras y otros materiales a la oficina de la Madre Superiora, La Directora Principal del Colegio, pero nadie levantó la mano. Al final, me escogió a mí y a otro estudiante llamado Mathew (Mateo). 

Una vez que llegamos a la puerta de la oficina de la Directora Principal, verificamos que nuestros uniformes estuvieran impecables, un ritual que siempre nos recordaba la importancia de la disciplina y el respeto. 

Luego, tocamos la puerta con un ligero golpe. La monja asistente nos abrió la puerta y le explicamos el encargo de la maestra. Ella le entregó a Mateo un voluminoso paquete de papeles y unas tijeras de punta redonda, y a mí me dijo que esperara un momento mientras buscaba la otra parte de la orden. 

Mateo se marchó al salón con las manos llenas, dejándome sola en el recibidor. La monja se me acercó y me entregó un libro grueso y una regla de madera larga. 

Mientras esperaba, mi atención se vio atraída por un cuadro colgado en la pared. Representaba a Jesucristo entregándole una llave a un hombre de barba. 

—¿Quién es ese hombre? —pregunté tímidamente.

—Es San Pedro —respondió la monja, con una sonrisa amable mientras sus dedos rozaban las cuentas de madera del rosario que pendía de su cintura.

—¿Y por qué Jesucristo le entrega una llave?

La monja se enderezó, y su voz adoptó un tono solemne:

—Jesús le confió las llaves del Reino de los Cielos a San Pedro, simbolizan la autoridad y el poder de la Iglesia Católica para enseñar y gobernar. San Pedro, nuestro Padre el Papa y sus sucesores, tienen la capacidad divina de “atar y desatar” en la tierra, siendo avalados en el cielo para administrar los sacramentos, enseñar la verdad y gobernar la Iglesia Madre Católica. 

"Pero, ¿por qué Jesucristo haría tal cosa?", insistí. "¿Por qué le entregaría su autoridad a otro?" 

En ese momento, la puerta de una oficina interior se abrió de golpe, y la Directora, Madre Superiora, salió con su imponente atuendo de monja y una expresión de molestia en el rostro. "¿Por qué dudas de lo que se te está diciendo?", preguntó con voz severa. 

Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Estaba nerviosa y confundida. "No entiendo", murmuré. La Madre Superiora frunció el ceño. "Serás castigada en el claustro para que reflexiones en el acto pecaminoso que acabas de hacer." 

Recuerdo que mi corazón dio un vuelco. El "claustro". La sola palabra evocaba imágenes de silencio, soledad y penitencia. Me asusté. "Pero tengo derecho a hacer preguntas", protesté. La Madre Superiora con frialdad y firmeza dijo, “¡No!, aquí tus derechos terminan, cuando dudas de las leyes de la Madre Iglesia Católica. Ve a tu salón de clases. Te enviaré a buscar." 

Me fui de la oficina con la cabeza gacha, sintiendo una mezcla de ira y temor. En el salón de clases, le expliqué lo sucedido a la maestra, quien me escuchó en silencio con una expresión indescifrable. 

Mateo se acercó a mí con pasos sigilosos, sus ojos brillantes de urgencia. "Estuve esperándote en la puerta... escuché todo", susurró, apretando mi brazo con dedos temblorosos. "Corrí a avisarle a la maestra. Maria, esto es grave... mis hermanos mayores cuentan cosas del Claustro". Su voz se quebró al mencionar la palabra, como si temiera que las paredes del colegio lo escucharan.

Otro compañero del salón de clases, Jacob, se unió a nosotros, arrastrando su silla hasta formar un círculo. "Mateo nos contó lo que hiciste", dijo, mordisqueando el borde de su cuaderno. "Mi tío trabajó una vez en la iglesia... dice que el Claustro no es solo un lugar de castigo. Está detrás del altar mayor, pasando un laberinto de pasillos que solo las monjas conocen. Y hay algo más...". Bajó la voz hasta convertirla en un hilo de aire: "Un guardián jorobado, vestido de negro, con un libro color azul,  que duerme al mediodía junto a la puerta de hierro. Solo te deja entrar si llevas una medalla bendita... o si una monja consagrada te entrega su rosario".

Un tercer niño, Carlos, palideció al escuchar esto. "¡Mi papá estuvo allí!", exclamó, olvidándose por un instante del silencio que exigía la maestra. "Lo obligaron a limpiar el patio del Claustro como penitencia. Cuando volvió a casa, juró nunca regresar.” 

La maestra, al notar nuestro murmullo, golpeó el escritorio con su regla diciendo: "¡Silencio!", ordenó. Luego, mirándome fijamente, añadió en inglés: "I’ll call your mother". Asentí, el peso de lo desconocido se cerró en mi mente. 

¿Qué secretos guardaba ese lugar? ¿Por qué todos hablaban de él con terror? Mientras esperaba, recé en silencio—no por evitar el castigo, sino por que mi madre llegara antes de cumplir con mi sentencia y despedirme de ella.

El tictac del reloj del salón marcaba los minutos con cruel lentitud. Justo después de la clase, la puerta se abrió con un chirrido que heló la sangre incluso a los compañeros más distraídos. Era la asistente de la Directora Madre Superiora—aquella monja esquelética que recorría los pasillos al amanecer, sus rosarios golpeando su cintura como un metrónomo de advertencia.  

La maestra se acercó a recibirla, y entre susurros que sonaban a condena, intercambiaron palabras. "Dentro de dos horas vendrán por ti", me anunció la maestra, evitando mi mirada. Mis manos se aferraron al borde del pupitre.

De pronto, Mateo irrumpió en el salón aprovechando un descuido de la maestra. Deslizó hacia mí un frasco de cristal opaco lleno de un aceite espeso que olía a mirra y cera de velas benditas. "Los alumnos de sexto grado nos ayudaron a conseguir esto, es aceite de unción que tomamos prestado del altar de San Miguel. Úngete las muñecas... el jorobado no tolera lo sagrado". 

Asentí y escondí el frasco en el bolsillo de mi uniforme, sintiendo su peso como un escudo. "Soy una guerrera de la Virgen", ellos dijeron "amén" tan rápido que casi se lo llevó el viento.  

Luis, el más callado de la clase, me deslizó un papel doblado bajo mi libro de catecismo. Al abrirlo, vi un mapa trazado con tinta roja—los pasillos de la iglesia convertidos en un laberinto de líneas temblorosas, con cruces marcando "los lugares donde las monjas no miran" y un dibujo de una puerta torcida al final, etiquetada con letras temblorosas: "Aquí duerme el jorobado, si logras escapar". 

Luis con voz ronca me dijo, "corre hacia la cancha, tendremos una escalera escondida tras los arbustos".  

Cuando al fin llamaron a la puerta, el reloj marcaba las 11:30 a.m. Treinta minutos para el mediodía—la hora en que, según las leyendas, el jorobado caía en su sueño profundo. La monja que me esperaba afuera de la puerta del salon, era una figura desconocida: vestida de negro riguroso, su estatura rozaba los seis pies y sus manos, gruesas como ramas de olivo, sostenían un rosario de cuentas negras. — Maria Mestre, — pronunció con una voz que parecía arrastrarse desde el fondo de un pozo.  

Me levanté, ajusté la falda del uniforme y levanté la barbilla con una determinación que no sabía tener. El aceite bendecido ardía contra mi piel. El mapa crujía en mi calcetín izquierdo. Y mientras seguía a la monja por el pasillo, el eco de sus pasos pesados ahogando los míos, repetí mentalmente las palabras que escribieron en el mapa:  "El demonio duerme... pero Dios no".

El sol del mediodía nos golpeó como un castigo al salir del colegio. La monja, con sus dedos largos y fríos como raíces de ciprés, me aferró el brazo con fuerza, arrastrándome a través de la calle desierta. Cruzamos hacia la parte trasera de la iglesia, donde la sombra del campanario se alargaba como un dedo acusador.

La puerta trasera crujió al abrirse, revelando un pasillo tan oscuro que parecía tragarse la luz. Un hombre flaco y de espalda encorvada, nos recibió. ¿Será él? ¿El demonio jorobado?, pensé.

Avanzamos. El pasillo estaba empapado, las gotas del techo resonaban como pasos siguiéndonos. Plip. Plop. La monja giraba una y otra vez, dejándome perdida en aquel laberinto de piedra húmeda. De pronto, una puerta marrón, desgastada por el tiempo al abrirla, el olor a incienso rancio me envolvió. Dentro, una monja anciana, iluminada solo por la tenue llama de una vela, me entregó otra igual. "Para que veas el camino de regreso", susurró, pero su voz sonó más a amenaza que a consuelo.

Más giros, más puertas. Una puerta de cristal empañada reveló a un grupo de monjas planchando hábitos negros. ¿Será ese mi futuro uniforme de penitencia? El corazón me latió con fuerza.

Descendimos por unas escaleras empinadas, tan estrechas que rozaba los hombros contra las paredes. Al final, una puerta maciza, de madera carcomida. La monja me soltó solo para colocarme en las manos un rosario negro, sus cuentas brillantes como ojos de insecto. "Reflexiona sobre tu pecado", dijo, y antes de que pudiera responder, la puerta se abrió con un quejido.

La luz del sol me cegó. Cuando por fin pude ver, el patio del claustro se extendía ante mí: un jardín abandonado, con maleza creciendo entre cruces tumbadas. Y entonces, la voz, dijo mi nombre, “Maria”, con una voz ronca, como arrastrada desde el fondo de un pozo.

Me giré, temblando. Allí, bajo un árbol muerto, la figura jorobada se incorporaba lentamente, su velo negro ondeando como una bandera de mal augurio y yo le advertí diciendo: "Estoy ungida con el aceite bendecido por San Miguel", grité, sacando el frasco, pero la voz sonó más como un sollozo.

El demonio jorobado avanzó, y en un acto de puro terror, cerré los ojos, hasta que escuche que el jorobado dijo: “ven hija, María ven”, por lo que la voz me pareció conocida. 

El jorobado se quitó el velo. Y ahí, bajo la luz cruda del mediodía, reconocí el rostro arrugado y los ojos cansados.

El corazón se me detuvo cuando aquella figura encorvada pronunció mi nombre con una voz que atravesó décadas de recuerdos. 

“Madre”, susurré incrédula, mientras mis piernas se movían antes que mi mente. Corrí hacia ella como la niña pequeña que una vez fui, cayendo de rodillas sobre la tierra húmeda del patio. Su mano, ajada por los años, pero aún cálida, acarició mi mejilla con esa ternura que sólo las monjas verdaderas, quienes nos vieron nacer, conocen y en su otra mano llevaba un libro azul con letras en oro que leen Salmos.

"Levántate, mariposa" me dijo, usando el apodo de mi infancia, mientras yo besaba su mano entre lágrimas y la abrazaba. Al ayudarla a caminar, noté cómo su espalda jorobada se curvaba más que la última vez que la vi, cómo sus pasos vacilaban sobre las baldosas desiguales.

El contraste fue brutal: del pasillo lúgubre pasamos a un corredor bañado en luz dorada, con paredes pintadas de amarillo soleado y jarrones de barro rebosantes de rosas blancas como las que ella cultivaba en el patio del jardín de la parroquia. 

Cada detalle gritaba su presencia - era su refugio en este lugar de penitencia. Aquí estaba la mujer que me enseñó. Era mi maestra de paciencia, la que transformó mis letras torcidas, en elegantes curvas cursivas, guiando mi mano con infinita ternura: "La 'M' de María debe ser alta y orgullosa, como tu fe". La que me enseñó que la oscuridad, no era vacío sino, un manto de la Virgen, donde podíamos esconder nuestros miedos. 

Al sentarnos en la banca de madera, tallada con motivos de vides que reconocí de nuestro antiguo salon de “kinder”, quise preguntarle mil cosas. 

Me entregó su libro azul y su rosario, a la misma vez diciéndome: ¿sabes María, una vez un gran hombre, pastor dijo: “se debe de considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación, la fe es la gracia salvadora”, (“we shall consider the position which faith occupies in salvation. Faith is the salvation-grace).

Me asombré con esas palabras llenas de sabiduría, mientras ojeaba el libro azul con las letras en oro, donde la Madre Superiora tenía subrayado con lápiz varias palabras. Y me preguntaba en silencio, ¿qué pastor tan sabio había dicho tal cosa y donde lo leyó? ¿Acaso su castigo fue por causa de citar las palabras de ese hombre sabio?

Pero el crujido de la puerta principal nos interrumpió. Tres monjas entraron con pasos sincronizados, sus hábitos oscuros ondeando como alas de cuervo. Dos la tomaron con una firmeza que disfrazaban de cuidado, mientras la tercera -la de mirada glaciar- se abalanzó sobre mí.

"Esto purgará tu insolencia", me dijo mientras sus uñas afiladas arrancaban mi medallón de plata con la Virgen que me protegía y el pin de oro en forma de llave que gané por mis "virtudes marianas ejemplares".

Sentí como si me desgarraran la piel. Las lágrimas ardían en mis ojos, pero apreté los puños, hasta que las uñas se clavaron en las palmas. No grité. No me retiré. Como me enseñó la Madre Superiora: "Las flores del Señor aguantan hasta la última podada".

Las monjas la arrastraron hacia su habitación con pasos medidos, como en un ritual macabro.

La primera, con voz de salmo funerario, "declaró" la culpa: "por leer un libro no consagrado por la Madre Iglesia Católica”.

La segunda, arrancando el velo de su cabeza con violencia sacrílega, pronunció la sentencia: "Quitadle su temor... para que conozca el verdadero rostro de la humildad".

El escenario se desarrolló ante mí como una ceremonia de despojo: vi la diadema caer al suelo, revelando su cabello plateado cortado de forma desigual - como si lo hubieran cercenado en algún castigo anterior. El escapulario, desgastado por años de devoción, fue arrancado dejando un hilo roto colgando de su cuello. Cada prenda blanca que la cubría, fue rasgada sistemáticamente, hasta que el ruedo de su túnica al ser arrancado, levantó una nube de polvo del piso que se mezcló con mis lágrimas. Me pregunté si bajarle el ruedo a la túnica ¿la haría más devota?

Luego del castigo, las monjas verdugos se retiraron. Corrí hacia la silla donde yacía una manta tejida - esos cuadros de colores que reconocí al instante: eran los mismos que ella hacía para los niños enfermos, recordando los días que me visitaba en el hospital. La envolví con manos temblorosas, pero ella, con una serenidad que cortaba el alma, solo pidió: "Llévame al jardín, pequeña mariposa".

—Madre, debes descansar— le respondí, mientras la ayudaba a caminar, sintiendo sus huesos frágiles bajo la manta.

Cuando por fin nos sentamos bajo el viejo ciruelo, ese que ella misma había plantado décadas atrás, no pude contener la pregunta que me quemaba por dentro:

—Madre... ¿por qué la Virgen nos ha abandonado? —mis palabras sonaron más como un lamento, que como una interrogante—. ¿No se supone que ella nos cuidaría? ¿Que nos protegería como la Madre Inmaculada, como intercesora?

Mis manos se aferraban a la manta, como si fuera un escapulario.

—Yo... no entiendo. Esto que han hecho con usted... es imperdonable. ¿Acaso la Virgen María no nos enseñó misericordia? ¿Y qué hay de las clases marianas, de todas esas lecciones sobre amor y perdón? —La voz se me quebró—. Hoy solo vi odio vestido de hábito.

Ella no respondió de inmediato. Observó cómo una hoja seca se desprendía del árbol y caía sobre sus rodillas, como si aquel fragmento de vida marchitada, contuviera alguna verdad. Cuando por fin habló, su voz era el susurro de quien ha visto el costado más oscuro de la fe:

—La Virgen no nos ha abandonado, hijita... Somos nosotras las que a veces olvidamos de la misericordia eterna de Cristo.

Fue entonces cuando escuchamos el crujido de ramas. Como ángeles rebeldes, una docena de jóvenes saltaron la cerca del jardín. Una muchacha gritó "¡Madre!", con una voz que partió el silencio, y todos corrieron hacia ella en una ola de amor subversivo, unos limpiaban su falda con manos urgentes, otros besaban sus manos mientras lloraban, un muchacho le ofrecía agua, otro sacó pan y queso envuelto en un pañuelo, todos tratándola como una reina.

Ellos dijeron tener un plan y manifestaron coraje, pero la Madre Superiora les dijo en su sabiduría: "El coraje siembra espinas", mientras ella les acariciaba sus cabellos rebeldes, "pero la misericordia construye caminos". 

El milagro se completó cuando de la puerta principal se escuchó abrir con una llave y se abrió de par en par. Mateo y Jacob irrumpieron como mensajeros de esperanza, seguidos por mi madre - quien llevaba en sus brazos una olla humeante que perfumó el aire con sofrito puertorriqueño y pollo. "Hay sopa para todos", anunció con esa sonrisa que derretía dogmas, mientras me abrazaba sin pedir explicaciones. 

Los jóvenes, ahora una comunidad improvisada, formaron un pasillo humano mientras ayudaban a la Madre Superiora a caminar hacia el comedor. Cada paso suyo, aunque vacilante, dejaba una estela de dignidad en la tierra pisoteada.

El almuerzo terminó con un silencio sagrado, roto solo por los murmullos de gratitud hacia "Doña Sarah" - mi madre, cuyo nombre resonaba con un respeto que nunca antes había notado. 

Los varones partieron con discreción, mientras las muchachas permanecimos junto a dos monjas de rostros bondadosos que aparecieron como sombras benévolas. Juntas, ayudamos a la Madre Superiora a vestirse con ropas nuevas, un vestido sencillo de lino, un rezo nuevo que una monja le colocó en las manos, sus dedos temblando al cerrarse sobre las cuentas y zapatos cómodos que parecían esperarla desde hace años.  

"Tengo un mapa escondido", le confesé a mami en voz baja, mostrándole el dibujo arrugado de Luis. Ella me abrazó con esa fuerza que derriba muros y me guió hacia una puerta lateral que nunca había notado. "Estamos junto al salón de catecismo", reveló, señalando las escaleras familiares, que tantas veces subí para mis clases. Su mirada añadió lo no dicho: “Después hablaremos de tu valentía”.  

El momento de la partida fue un cuadro vivo de amor revolucionario, las muchachas formaron un círculo protector, con gestos cuidadosos, ajustando un paño de seda sobre sus hombros agobiados, cargaron sus maletas - una contenía la cobija tejida que ahora lucía como estandarte de supervivencia.  

Madre nos bendijo trazando una cruz en el aire, sus dedos dibujando una promesa más que una despedida. Su "Vayan con Dios" sonó a "Sigan luchando".  

Me acerqué para abrazarla y le pregunté en voz baja: — Madre, ¿con cuál nombre naciste? Recuerdo que ella me contestó con una voz alegre diciendo: “Mi nombre es Débora y gracias María por ser valiente”, con ese acento único castellano.  

Otro estudiante se le acerca y la abraza, despidiéndose de ella diciendo “Ciao”. La Madre Superiora le dijo unas palabras en italiano. Otra estudiante la abrazó con lágrimas en los ojos, ambas intercambiaron palabras en hebreo. Cerramos la puerta del coche, mientras que mami le entregaba unos documentos a la monja que estaba en el volante, despidiéndose.    

Desde una distancia logré identificar a las monjas verdugos, le dije en voz baja a mami, que ellas eran malas. Me dijo, no te preocupes, Dios hará justicia. Y detrás de ellas iba la Directora, Madre Superiora, junto a su asistente con la libreta en mano, ambas con una regla larga, guiando a las verdugos a su destino. 

En casa, le narre todo a mami mientras me aseaba y ella buscaba un uniforme ya planchado. Corrimos de regreso al colegio, Mateo y Jacob me recibieron con un apretón de manos que valía más que palabras: "pequeña Débora", me llamaban ahora, como la profetisa bíblica que guió batallas. 

La maestra, con un guiño que desafiaba los reglamentos, anunció: "Hoy celebramos una misión de rescate imposible cumplida". El aplauso unánime resonó como campanadas de libertad.  

Lo que ninguno sabíamos - lo que yo no sabía - era que cada gesto había estado coreografiado: las monjas rebeldes eran antiguas alumnas de la Madre Superiora, el auto de escape la llevaría directo al aeropuerto y mi madre, la maestra silenciosa de esta rebelión, había tejido la red de escape durante meses.  

Esa noche, al ver su sonrisa mientras doblaba una de las cobijas que la Madre Superiora, conocida ahora como Débora, dejó atrás, entendí que los milagros a veces llevan delantal y zapatos prácticos, y que la verdadera fe se vive en actos, no en rosarios.  

Antes de apagar la luz, me aferré a una de las mantas que Madre Débora había tejido, la misma que ahora cubría mi cama como un escudo contra la oscuridad. "Mami...", susurré, sintiendo el peso de todas las preguntas no hechas. Ella suspiró, pero sus ojos brillaron con esa paciencia que solo aparece después de las batallas ganadas.  

"Por tus famosas preguntas te metes en problemas", me dijo mami, pero sus dedos acariciaron mi rostro como quien valora una espina que también es flor.  "Pero dime... ¿cuál era el nombre verdadero de Madre, antes de ser monja?".  

El silencio se hizo más denso. Por un momento, solo escuché el tictac del reloj de la cocina marcando segundos como si fueran siglos. Entonces mami se inclinó y sus labios pronunciaron el secreto como una sagrada revelación: — Los suyos la llamaban Déborah. —

Y supe entonces por qué las monjas le arrancaron todo excepto ese nombre. Por qué los jóvenes la veneraban como a una santa clandestina. Por qué mi madre movió cielo y tierra para devolverla a su tierra.

Aprendí que se pueden cambiar historias sin permiso. Y en mi mesita de noche, junto al vaso de agua, el pin dorado en forma de llave - el que me arrancaron esa mañana - reapareció milagrosamente, brillando bajo la luna como una promesa.

Con la manta tejida por Madre Débora envolviendo mis hombros como un manto de dudas, miré hacia la ventana donde la luna plateaba la ventana de mi habitación. Algún día descifraré la verdad de este lugar que me vio crecer, mientras tanto seguiré tejiendo mi propio camino - con hilos de preguntas, agujas de rebeldía y la única esperanza que nadie pudo arrancarme, LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD.

Me quedé dormida repitiendo en mi mente las palabras de la madre Débora: — una vez un gran hombre, pastor dijo: **“se debe de considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación, la fe es la gracia salvadora”. — **

¿Qué clase de hombre habría pronunciado una verdad tan luminosa? ¿Por qué ningún catecismo, ningún sermón de los domingos, nos había enseñado jamás esa sabiduría?

Me imaginé su origen: ¿Que es un gran hombre, pastor? ¿Sería acaso un papa olvidado por la historia? ¿Un arzobispo rebelde? ¿O quizás algún fraile medieval, de esos que copiaban manuscritos a la luz de las velas, descubriendo secretos entre líneas? ¿Cómo se atrevió alguien a desafiar la sabiduría oficial de Roma con una idea tan... peligrosamente bella?

Y entonces, la pregunta que me quemaba: ¿Dónde habría leído la Madre Superiora Débora semejante cosa? Esa frase era distinta a todo lo que me habían enseñado. Olía a pergaminos escondidos, a bibliotecas prohibidas. Me sacudió un pensamiento: ¿Existiría acaso, allá en el mundo —fuera de las paredes de la iglesia y del colegio— otra Iglesia distinta a la nuestra? 

“Amigos míos, debemos ser extremadamente cuidadosos con nuestra fe, tanto en su rectitud como en su fortaleza. Ante todo, **al considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación: la fe es la gracia salvadora.** No somos salvos por el amor, sino por la gracia, y somos salvos por la fe. No somos salvos por la valentía ni por la paciencia, sino por la fe. Es decir, Dios da su salvación a la fe y no a ninguna otra virtud. En ninguna parte está escrito: "El que ama será salvo". En ninguna parte se registra que un pecador paciente será salvo”. (Spurgeon, 1855, sección "La fe como gracia salvadora").

Spurgeon, C. H. (1855). La fe como gracia salvadora, La necesidad de aumentar la fe [The necessity of increased faith]. Spurgeon Gems. 

https://www.spurgeon.org/resource-library/sermons/the-necessity-of-increased-faith/

Autoría:

𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

sábado, 28 de junio de 2025

28/junio/2025 Parte 7 TESTIMONIO Fui monaguilla por un día.


 

Parte 7 TESTIMONIO

Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?
Recuerdos...
Nunca olvidaré ese día en el colegio. Llegué temprano y la ausencia de David y Mae se sintió de inmediato; sus pupitres estaban vacíos. Me embargó una profunda tristeza, a pesar de que el fin de semana anterior había sido una verdadera bendición. David, Mae y yo habíamos disfrutado de un día maravilloso en el parque, gracias a que nuestros padres nos permitieron pasar juntos ese que sería nuestro último fin de semana.
Recuerdo vívidamente cómo comimos helado, hamburguesas y bebimos Ice Tea bien frío que compartimos entre risas. Ese día se convirtió en un tesoro de recuerdos mientras evocábamos las anécdotas de nuestros tiempos juntos en el colegio.
Especialmente recordamos cuando nos asignaron a una maestra que no tolerábamos. Me hacía sentir terrible cuando se burlaba de mí y de otros compañeros delante de toda la clase. Pero David siempre salía en nuestra defensa. Con su humor característico y esa valentía que lo caracterizaba, decía que iba a buscar su honda —la que su padre judío le había regalado— para tumbar a la "maestra Goliat", haciendo referencia a la historia bíblica que todos conocíamos del rey David y el gigante Goliat.
Recuerdo cómo revolucionó el salón confrontando a la maestra y diciéndole que no tenía derecho a tratarnos así. Le estábamos tan agradecidos por tener el valor que nosotros no teníamos para enfrentarla.
Mientras continuábamos David, Mae y yo en el parque, riéndonos y recordando los buenos tiempos que habíamos disfrutado, llegamos a un lugar hermoso del parque adornado con flores de colores. Fue entonces cuando la madre de David llegó con postres tradicionales judíos y, con una sonrisa cálida, me agradeció por la linda amistad que yo le había brindado a su hijo David. Sus palabras me llenaron el corazón de una manera que no esperaba.
Mis pensamientos y recuerdos fueron interrumpidos abruptamente por la voz de la maestra. Se dirigió a nosotros con su tono habitual, cordial pero directo. Hizo referencia a David y Mae, explicando con delicadeza el motivo de sus ausencias: se habían mudado a otro estado y ya no vivirían más en Filadelfia. Sus palabras cayeron sobre mí como una confirmación de lo que mi corazón ya temía.
La maestra, notando quizás la tristeza que se reflejaba en mi rostro, se acercó y me abrazó con ternura. Su gesto fue un bálsamo inesperado para el dolor que sentía en ese momento, sabiendo que había perdido a mis dos mejores amigos.
Añadió que tenía buenas noticias: la parroquia iba a escoger a 2 estudiantes varones para trabajar en la obra del altar como monaguillos. Los estudiantes masculinos se emocionaron al escuchar esto, llenos de orgullo por la posibilidad de representar al salón en el altar de la iglesia católica. Se abrazaron unos a otros, emocionados por esta oportunidad tan especial.
De repente, el sonido de la campanita resonó por el pasillo, indicando que la Madre Superiora venía de camino a nuestro salón.
Todos, inmediatamente al escuchar ese sonido familiar, nos apresuramos a arreglar los pupitres, acomodar las mochilas contra la pared, alisar nuestros uniformes y sentarnos en posición perfecta. La maestra se dirigió hacia la puerta y se colocó respetuosamente frente a ella.
La puerta del salón se abrió con solemnidad. Entró primero la monja asistente de la Madre Superiora, vestida con su hábito negro impecable y como siempre, portando su libreta azul y su bolígrafo en mano lista para tomar notas.
Luego hizo su entrada la Madre Superiora, una figura imponente y majestuosa. Vestía el hábito tradicional de su orden: una túnica negra que llegaba hasta sus tobillos, perfectamente planchada y sin una sola arruga. Su cabeza estaba cubierta por una toca blanca inmaculada que enmarcaba su rostro severo, y sobre ella llevaba un velo negro que caía elegantemente sobre sus hombros. Alrededor de su cintura, un cordón negro con cuentas que servía como rosario, símbolo de su devoción constante. Cada detalle de su vestimenta hablaba de disciplina, santidad, tradición y autoridad sagrada.
Nos saludó en inglés con su voz clara y autoritaria: “Good morning, children”.
Nos explicó lo del asunto de mis amigos David y Mae, y con un tono frío y distante dijo que “la vida continúa”.
Nos felicitó por la decisión del sacerdote de haber escogido un excelente salón de clases para la tarea de servir en el oficio de monaguillo en el altar, continuó diciendo: “el cual deben de sentirse privilegiados para este servicio, específicamente a dos varones para servir como monaguillos.”
— Pero —, dijo con una voz cortante que cortó el aire del salón, “al escoger quiénes serán los elegidos, como en la Biblia escogieron a Matías (según Hechos 1:26), y según lo establecido por la Iglesia Católica”, recuerdo que ella hizo una pausa dramática. La Madre Superiora añadió con autoridad: “He sido ungida por el sacerdote de nuestra capilla para realizar el acto histórico de escoger también a monaguillas, sí, niñas para servir en el altar. Un servicio que debe también de estar accesible a ellas”.
Recuerdo que el salón parecía a punto de colapsar. Los varones se opusieron inmediatamente a tal decisión revolucionaria. Algunos se levantaron bruscamente y salieron del salón azotando la puerta; otros tiraron sus mochilas al suelo con furia, se quitaron las corbatas y arrancaron las insignias de sus uniformes en señal de protesta. Otros permanecieron sentados, mirando sin decir nada, con expresiones de incredulidad y confusión.
Recuerdo que en el grupo de niñas, las reacciones fueron completamente opuestas. Unas se reían y brincaban de alegría, susurrando emocionadas: “Por fin tenemos derecho de servir también en el altar de la iglesia, el altar de nuestra Madre, La Virgen”. Otras se miraban con asombro, sin poder creer lo que estaban escuchando.
Y yo... permanecí en silencio, sin entender completamente por qué tomar tal decisión había causado tanta controversia, pero sintiendo que algo histórico estaba sucediendo ante mis ojos.
Recuerdo que la Madre Superiora continuó explicando los detalles de esta nueva decisión. “Tradicionalmente”, nos dijo, “las niñas que servían en la iglesia eran llamadas “siervas” (en inglés “servants”) y tenían un ministerio complementario al de los monaguillos”.
Ella continuaba explicando que las “siervas” (“servants”) algunas fueron enseñadas expresamente a presentar los dones durante la ofrenda, aceptando la enseñanza de una entrega a servir a Dios como un acto simbólico, como también a distribuir los panfletos cancioneros antes de la misa entre otros servicios.
Yo continuaba escuchando a la Madre Superiora a la misma vez recordando cuando todos los estudiantes teníamos que hacer servicio comunitarios una vez al mes, ayudando a las monjas (conocidas como las “siervas”) en la limpieza de la iglesia y cuando daban clases de catecismos teníamos que ayudarlas en la clase.
La Madre Superiora continuaba felicitando a las “siervas” también por su arduo trabajo en los hospitales y colegios administrados por la Iglesia Católica, entre otros.
También ella explicó sobre la vestimenta la cual marcaba esta diferencia: mientras los niños monaguillos vestían sotana negra y blanco como los pequeños clérigos que representaban, las niñas “siervas” usaban túnicas sencillas.
“Pero estos tiempos están cambiando”, declaró la Madre Superiora con firmeza, “y estas formas tradicionales han estado en cuestión durante mucho tiempo.
"Hoy, las niñas también podrán servir directamente en el altar, vestidas con la misma dignidad que sus compañeros varones”.
Después de pronunciar estas palabras revolucionarias, el salón quedó sumido en un silencio sepulcral. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
La Madre Superiora, con movimientos calculados y deliberados, nos entregó a cada uno un pequeño trozo de papel blanco. Con voz firme y autoritaria nos ordenó escribir únicamente nuestro apellido con letra clara y legible.
En ese momento preciso, como si hubiera sido cuidadosamente orquestado, entró al salón otra monja ayudante de la Madre Superiora. Portaba con reverencia un envase de metal plateado en forma de copa, similar al cáliz sagrado que el sacerdote utiliza durante la misa en el altar. El objeto brillaba bajo la luz fluorescente del salón de clases, dándole un aire ceremonial a lo que estaba sucediendo.
La Madre Superiora extendió sus brazos hacia la copa y, con una solemnidad que nos hizo contener la respiración, nos ordenó diciendo: “Acérquense con respeto y dignidad a este cáliz sagrado y depositen su papelito. Que sea la voluntad de Dios quien determine quiénes serán los elegidos para servir en su Santo Altar”.
Uno por uno, como en una procesión silenciosa, comenzamos a acercarnos al cáliz, conscientes de que estábamos participando en algo que cambiaría para siempre la tradición de nuestra parroquia.
Una vez que deposité mi papelito en la copa sagrada, regresé a mi pupitre y me senté con el corazón acelerado. En ese momento, recuerdo que los varones que habían salido del salón enfadados regresaron acompañados por otra monja. Ella los tenía firmemente tomados por los brazos, como si los hubiera escoltado de vuelta para que cumplieran con el “ritual”. Con evidente reluctancia y rostros aún desafiantes, realizaron el acto de depositar sus papelitos en la copa.
La Madre Superiora se acercó al cáliz con solemnidad. Cerró los ojos, elevó su rostro hacia el crucifijo que colgaba en la pared del salón de clases, y comenzó a rezar en voz alta invocando el nombre de la Virgen María: “Santa María, Madre de Dios, guía nuestras manos para que sea tu voluntad la que se cumpla en esta elección sagrada”.
Con movimientos lentos y ceremoniales, extendió su mano dentro de la copa, extrajo un papelito doblado y se lo entregó a su ayudante. Luego, repitió el gesto y extrajo un segundo papelito, entregándoselo también a la monja asistente.
La ayudante, junto con nuestra maestra, desplegaron los papelitos con cuidado. Intercambiaron miradas significativas antes de leer en voz alta los apellidos elegidos.
Para mi absoluta sorpresa, el primer apellido que resonó en el salón fue el mío. El segundo apellido pertenecía a una niña pelirroja que siempre se sentaba en el último pupitre, justo al lado de la puerta trasera del salón. Ella era la única que tenía el privilegio de usar esa puerta que a nosotros nos estaba prohibido, algo que siempre me había intrigado.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Ella bajó la vista tímidamente, y yo hice lo mismo, sintiéndome abrumada. Temblé al pensar qué iba a ocurrir después de este momento histórico que acabábamos de presenciar.
Recuerdo cómo las monjas se acercaron a nosotras para felicitarnos. La Madre Superiora, con una sonrisa que mezcló orgullo y solemnidad, nos aconsejó con palabras que quedaron grabadas en mi memoria: “Recuerden que ahora ustedes, como “siervas”, representan a la Santa Madre Iglesia Católica. Es un privilegio sagrado servir como "siervas" en esta tarea tan importante del Altar, para la gloria de Dios.”
Continuó con tono oficial: “Me comunicaré personalmente con sus padres para coordinar las prácticas en la iglesia. Todo debe realizarse según lo acordado, bajo las reglas y leyes de nuestra Santa Madre Iglesia Católica”.
Todavía me encontraba en estado de asombro, procesando lo que acababa de suceder. Las monjas se despidieron con una reverencia ceremonial, y nuestra maestra intentó continuar con la clase normal, aunque la atmósfera del salón había cambiado para siempre.
Pero en medio de toda esta conmoción, un pensamiento inquietante comenzó a formarse en mi mente. Por un segundo, una duda dolorosa me atravesó el corazón: si mis queridos amigos David y Mae hubieran estado presentes en este momento, ¿acaso Dios y la Virgen María habrían escogido sus apellidos en lugar del mío? ¿Me habría quedado yo sin ser considerada digna de tan sagrada obra?
La pregunta me persiguió en silencio, mezclando la alegría del momento con una sombra de incertidumbre sobre si realmente merecía este honor divino.
Cuando llegué a casa, mami ya estaba celebrando la noticia. Había recibido la llamada de la Madre Superiora y su rostro irradiaba orgullo y emoción. Pero yo no compartía su entusiasmo; algo dentro de mí se resistía a celebrarlo.
Me senté a su lado y le expliqué todo con lujo de detalles: la revolución que se había desatado en el salón de clases, las protestas de los varones, los papelitos en la copa sagrada, y cómo mi nombre había sido elegido junto al de la niña pelirroja. Mami me escuchaba con ternura, asintiendo comprensivamente mientras yo derramaba todas mis emociones.
“Pero mami”, le dije con la sinceridad de mi ignorante infancia, “no me siento digna de esto”. Sus ojos se llenaron de preocupación maternal. Continué explicándole lo que había aprendido en el catecismo: que el llamado para servir en el altar, o en cualquier otro servicio sagrado, es un llamado divino de fe.
Recordaba las enseñanzas sobre cómo ese llamado se convierte en una misión sagrada para la Iglesia Católica y para honrar a nuestra Madre, la Virgen María. Era una tarea que debía cumplirse con honor, dignidad y pureza de corazón.
¿Y si Dios se equivocó conmigo, mami?, continué preguntando, ¿y si no soy lo suficientemente buena para esta misión tan importante?, pregunté con lágrimas asomándose en mis ojos, cargando el peso de una responsabilidad que, a mi corta edad, me parecía inmensa.
Una vez que mami me escuchó con paciencia, recuerdo vívidamente cómo limpió mis lágrimas con delicadeza y me consoló con palabras que aún resuenan en mi corazón: "Mija, Dios estará contigo en cada paso. Todo va a estar bien, Él no se equivoca". Sus palabras me tranquilizaron, pero la ansiedad persistía.
Esa noche no tenía muchos deseos de cenar ni de estudiar. Solo podía pensar en ese día tan trascendental cuando tendría que subir al altar sagrado de la Virgen María y de Jesucristo y servir por primera vez.
Las imágenes del salón revolucionado se repetían una y otra vez en mi mente.
Y mientras daba vueltas en la cama, me preguntaba: ¿Será que la salvación se obtiene a través de estos actos? ¿Acaso la gracia de la Virgen será derramada en mi vida por servir en su altar? Necesitaba urgentemente respuestas.
El viernes llegó como un torbellino. Una monja vino a recogernos a mí y a mi compañera de clases, la niña pelirroja. Nos dirigimos a otro salón donde estaban reunidos los estudiantes de sexto grado, quienes también participarían en la ceremonia. Formamos una fila india perfectamente ordenada, y la monja nos asignó nuestras responsabilidades sagradas: yo llevaría un envase de cristal con el vino consagrado, y mi compañera de clases portaría el recipiente con agua.
Todos practicamos meticulosamente los pasos ceremoniales en el salón, midiendo cada movimiento, cada genuflexión.
(RAE: genuflexión- Acción y efecto de doblar la rodilla, bajándola hacia el suelo, ordinariamente en señal de reverencia).
Luego nos dirigimos en procesión hacia la iglesia, donde realizamos el ensayo general en el altar verdadero.
Mi compañera de clases no me dirigió ni una sola palabra durante todo el proceso, pero pude ver en sus ojos la misma concentración intensa que yo sentía. Ambas estábamos completamente dispuestas a ejecutar todo esto sin cometer el más mínimo error.
Sabíamos que los “revolucionarios” —como llamaba mentalmente a los varones que se habían opuesto— estarían observando cada uno de nuestros movimientos, esperando quizás que falláramos.
Fue un momento extremadamente difícil para a nuestra corta edad, un momento donde todo tenía que hacerse con precisión absoluta y cuidado reverencial. La presión era inmensa, pero también sentía que estaba viviendo algo histórico.
Llegó el gran día: domingo. Estábamos todos temprano en la sacristía, en la parte posterior de la capilla. Las monjas, junto con las madres presentes, nos ayudaban cuidadosamente a vestirnos con la sotana blanca y roja que marcaba nuestra nueva dignidad como “siervos” y “siervas” al servicio del altar.
De repente, mami se me acercó acompañada por la monja principal. La monja me miró directamente a los ojos y me preguntó en inglés, con un tono urgente pero maternal: “María Izabel”, ¿recuerdas la parte cuando ustedes se dirigen hacia la puerta lateral para subir la escalera y ubicarse en el altar?
Recuerdo que le respondí con seguridad, que sí recordaba lo practicado.
Ella continuó preguntándome, ¿recuerdas al estudiante que, cuando el sacerdote eleva la hostia consagrada y el cáliz durante la consagración, tiene que tocar la campanilla? continuó preguntando.
“Sí, lo recuerdo", afirmé.
Su expresión se volvió más seria y me dijo: “Él no pudo asistir hoy, está enfermo, y necesito que tú hagas exactamente lo que él debía hacer. Todo en el altar sigue un orden sagrado y litúrgico, y no puedo alterar ese orden divino. ¿Lo harías? ¿Te sientes capaz de asumir esta responsabilidad adicional?
Por un segundo, busqué con la mirada a mi compañera de clases. Ella me hizo un gesto silencioso pero alentador, diciéndome: “Sí, tú puedes”. Luego miré a mi madre, quien guardó un silencio respetuoso, dejando la decisión en mis manos.
Respiré profundo y dije con determinación: “Sí, Hermana, sí puedo hacerlo”.
La monja sonrió con ternura, me abrazó y susurró: “Esta obra te será contada en el cielo, y la Virgen María la recordará siempre en el día del juicio final, como tu intercesora”.
Sus palabras me llenaron de una fuerza que no sabía que tenía.
Continuamos con los preparativos, siguiendo todo lo que nos habían enseñado, pero ahora yo cargaba con una responsabilidad aún mayor en este día histórico.
Continuamos donde habíamos quedado. Recuerdo que ya estábamos todos listos para entrar cuando un sacerdote se acercó a nosotras junto con las monjas.
Con solemnidad, el padre tomó aceite y agua bendita para limpiar nuestras manos, tanto las mías como las de mi compañera de clases. Mientras realizaba este ritual purificador, nos explicó que con este aceite sagrado quedábamos consagradas como “siervas” para la tarea que nos esperaba.
"Ahora sí son dignas de llevar el vino y el agua al altar", nos dijo con voz grave y respetuosa. "Cárguenlos con reverencia”.
Cuando finalmente entramos todos en orden procesional a la iglesia, no podía creer que una vez más me estaba acercando al lugar más sagrado de la iglesia: el altar.
Mientras caminaba por el pasillo central, sentía el peso de las miradas. Muchos feligreses fijaron su atención en mi compañera de clases y en mí. Podía escuchar las murmuraciones a nuestro alrededor.
"Niñas siervas", decían algunos en inglés, con un tono de admiración mezclado con asombro.
Otros nos observaban con cierto escepticismo, como si cuestionaran si nosotras éramos realmente dignas de realizar tan sagrada tarea. Sus miradas parecían preguntarse si dos niñas pequeñas podían manejar la responsabilidad de este momento tan solemne.
Sin embargo, también había rostros amables que nos sonreían con aprobación, felicitándonos con pequeños gestos de aliento, algunos incluso nos dirigían discretos aplausos silenciosos con las manos.
El momento decisivo llegó cuando tuvimos que dirigirnos hacia una puerta lateral. No podíamos subir por el frente del altar, ya que ese espacio es demasiado santo y sagrado para el acceso directo. Teníamos que atravesar una puerta especial y desde ahí acercarnos solamente hasta la orilla de la pared, justo al costado del altar.
Nuestro turno había llegado. Con manos temblorosas pero decididas, le entregamos los recipientes de cristal al sacerdote. Él ungió ambos envases con aceite santo, santificándolos para su uso en la Eucaristía.
Entonces nos giramos hacia la pared, como nos habían instruido. Puse mi mirada fija en la pequeña campanilla que descansaba debajo del altar, colocada cuidadosamente sobre una tela blanca inmaculada. Me acerqué un poco más al altar, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza por los nervios.
Mantuve mi atención completamente concentrada, esperando el momento preciso. Cuando el sacerdote elevó la hostia hacia el cielo y pronunció con voz solemne las palabras sagradas "Este es mi Cuerpo", yo hice sonar la campanilla.
Fue un momento de consagración pura, exactamente como nos habían enseñado las monjas. El sonido cristalino de la campanilla se elevó por toda la iglesia, marcando el instante más sagrado de la misa, cuando el pan se transforma en el Cuerpo de Cristo. En ese momento sentí una mezcla indescriptible de responsabilidad, honor y conexión espiritual profunda.
Tras recibir la indicación del sacerdote, nos dirigimos en silencio hacia las escaleras para ocupar nuestros lugares. Aunque externamente parecía una joven devota que había cumplido con su deber en el altar santo, internamente la inquietud me consumía.
Me preguntaba si este acto de servicio, ¿realmente complacía a Dios? Si mis esfuerzos eran genuinos o simplemente una formalidad vacía. Las dudas, lejos de disiparse, seguían creciendo en mi interior.
Al salir de la iglesia, mi padre nos esperaba en el auto y me felicitó con un abrazo. Recuerdo que le conté a mi madre sobre mis inquietudes pero un silencio invadió a mis padres, observe que no se dirigieron la palabra en todo el camino.
Ya en casa, mi madre y yo celebramos mi servicio en el altar, que tal experiencia resultó ser para mi una experiencia vacía.
Pues surgieron las dudas sobre la posibilidad en convertirme en una "sierva", por medio de mi devoción religiosa, preguntándome si tal devoción podría darme acceso directo al cielo.
Recuerdo que me sentía exhausta de tratar de cumplir con todas las exigencias de la iglesia católica. Agotada de intentar complacer a Dios, a la Virgen y a Jesús como me enseñaron por tradición.
Pero la "celebración" se interrumpió cuando fui a buscar a mi padre y lo encontré empacando su ropa. No hizo falta que lo dijera: supe que no era un viaje.
Sus manos, que solían arreglar mis juguetes o acariciar mi cabeza al dormir, doblaban camisas con una frialdad mecánica, como si ya no le pertenecieran. Me miró con esa tristeza que no necesita palabras, me abrazó tan fuerte que sentí que era un adiós disfrazado de cariño. "Debo tomar decisiones importantes", me dijo.
Terminó de empacar y, sin un festejo, sin una sonrisa para mi "celebración", bajó las escaleras tomándome de la mano. Su piel estaba fría. Mi madre se quedó al otro lado del pasillo, convertida en una estatua de silencio y reproches.
Él solo asintió hacia ella, un gesto cortante que selló años de historia. Yo caminé detrás, arrastrando los pies como si el suelo se hubiera vuelto lodo. La maleta. Esa maleta fea que se balanceaba en su mano, donde por un segundo pensé que empacó todas sus promesas rotas y de noches en las que ya no leería cuentos junto a mi cama.
El divorcio no solo tocó nuestra puerta: la derribó a patadas, indiferente al llanto que quedó atrapado en mi garganta. De pronto, la casa se volvió enorme y vacía, llena de ecos que repetían "¿por qué?".
Me sentí como un altar abandonado: el mismo Dios al que había servido con manos temblorosas ahora me devolvía el fervor convertido en ceniza. ¿Había sido yo? La duda me corroía. Tal vez mi fe no solamente se marchitó, sino que Dios la arrancó de mi corazón, preguntándome ¿había sido un castigo por no sostener bien el recipiente de cristal, por torcer la reverencia al caminar hacia Él?
Con el tiempo entendí lo que era un divorcio: no solo una firma en papeles o la división de muebles, sino una herida que sangra en silencio. Una decisión tomada por adultos, con razones que mi corazón de niña no alcanzaba a comprender. Duele aceptar que el amor en un matrimonio, a veces, no basta. Que las personas eligen caminos distintos, y que esos caminos, aunque duelan, no siempre son un castigo… solo son humanos.
Mi padre se fue. Mi fe tambaleó. Pero la vida, con su extraña manera de enseñar que el dolor no es eterno. Aprendí a cargar con esa maleta imaginaria —ligera ahora—, a mirar hacia adelante olvidando el pasado. Porque las familias no se rompen del todo: se transforman. Y yo, entre los escombros, quería florecer en gracia, pero las raíces de amargura no me lo permitieron.
Hasta la próxima.
Autoría:
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

TESTIMONIO 8 Bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

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