sábado, 28 de junio de 2025

28/junio/2025 Parte 7 TESTIMONIO Fui monaguilla por un día.


 

Parte 7 TESTIMONIO

Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?
Recuerdos...
Nunca olvidaré ese día en el colegio. Llegué temprano y la ausencia de David y Mae se sintió de inmediato; sus pupitres estaban vacíos. Me embargó una profunda tristeza, a pesar de que el fin de semana anterior había sido una verdadera bendición. David, Mae y yo habíamos disfrutado de un día maravilloso en el parque, gracias a que nuestros padres nos permitieron pasar juntos ese que sería nuestro último fin de semana.
Recuerdo vívidamente cómo comimos helado, hamburguesas y bebimos Ice Tea bien frío que compartimos entre risas. Ese día se convirtió en un tesoro de recuerdos mientras evocábamos las anécdotas de nuestros tiempos juntos en el colegio.
Especialmente recordamos cuando nos asignaron a una maestra que no tolerábamos. Me hacía sentir terrible cuando se burlaba de mí y de otros compañeros delante de toda la clase. Pero David siempre salía en nuestra defensa. Con su humor característico y esa valentía que lo caracterizaba, decía que iba a buscar su honda —la que su padre judío le había regalado— para tumbar a la "maestra Goliat", haciendo referencia a la historia bíblica que todos conocíamos del rey David y el gigante Goliat.
Recuerdo cómo revolucionó el salón confrontando a la maestra y diciéndole que no tenía derecho a tratarnos así. Le estábamos tan agradecidos por tener el valor que nosotros no teníamos para enfrentarla.
Mientras continuábamos David, Mae y yo en el parque, riéndonos y recordando los buenos tiempos que habíamos disfrutado, llegamos a un lugar hermoso del parque adornado con flores de colores. Fue entonces cuando la madre de David llegó con postres tradicionales judíos y, con una sonrisa cálida, me agradeció por la linda amistad que yo le había brindado a su hijo David. Sus palabras me llenaron el corazón de una manera que no esperaba.
Mis pensamientos y recuerdos fueron interrumpidos abruptamente por la voz de la maestra. Se dirigió a nosotros con su tono habitual, cordial pero directo. Hizo referencia a David y Mae, explicando con delicadeza el motivo de sus ausencias: se habían mudado a otro estado y ya no vivirían más en Filadelfia. Sus palabras cayeron sobre mí como una confirmación de lo que mi corazón ya temía.
La maestra, notando quizás la tristeza que se reflejaba en mi rostro, se acercó y me abrazó con ternura. Su gesto fue un bálsamo inesperado para el dolor que sentía en ese momento, sabiendo que había perdido a mis dos mejores amigos.
Añadió que tenía buenas noticias: la parroquia iba a escoger a 2 estudiantes varones para trabajar en la obra del altar como monaguillos. Los estudiantes masculinos se emocionaron al escuchar esto, llenos de orgullo por la posibilidad de representar al salón en el altar de la iglesia católica. Se abrazaron unos a otros, emocionados por esta oportunidad tan especial.
De repente, el sonido de la campanita resonó por el pasillo, indicando que la Madre Superiora venía de camino a nuestro salón.
Todos, inmediatamente al escuchar ese sonido familiar, nos apresuramos a arreglar los pupitres, acomodar las mochilas contra la pared, alisar nuestros uniformes y sentarnos en posición perfecta. La maestra se dirigió hacia la puerta y se colocó respetuosamente frente a ella.
La puerta del salón se abrió con solemnidad. Entró primero la monja asistente de la Madre Superiora, vestida con su hábito negro impecable y como siempre, portando su libreta azul y su bolígrafo en mano lista para tomar notas.
Luego hizo su entrada la Madre Superiora, una figura imponente y majestuosa. Vestía el hábito tradicional de su orden: una túnica negra que llegaba hasta sus tobillos, perfectamente planchada y sin una sola arruga. Su cabeza estaba cubierta por una toca blanca inmaculada que enmarcaba su rostro severo, y sobre ella llevaba un velo negro que caía elegantemente sobre sus hombros. Alrededor de su cintura, un cordón negro con cuentas que servía como rosario, símbolo de su devoción constante. Cada detalle de su vestimenta hablaba de disciplina, santidad, tradición y autoridad sagrada.
Nos saludó en inglés con su voz clara y autoritaria: “Good morning, children”.
Nos explicó lo del asunto de mis amigos David y Mae, y con un tono frío y distante dijo que “la vida continúa”.
Nos felicitó por la decisión del sacerdote de haber escogido un excelente salón de clases para la tarea de servir en el oficio de monaguillo en el altar, continuó diciendo: “el cual deben de sentirse privilegiados para este servicio, específicamente a dos varones para servir como monaguillos.”
— Pero —, dijo con una voz cortante que cortó el aire del salón, “al escoger quiénes serán los elegidos, como en la Biblia escogieron a Matías (según Hechos 1:26), y según lo establecido por la Iglesia Católica”, recuerdo que ella hizo una pausa dramática. La Madre Superiora añadió con autoridad: “He sido ungida por el sacerdote de nuestra capilla para realizar el acto histórico de escoger también a monaguillas, sí, niñas para servir en el altar. Un servicio que debe también de estar accesible a ellas”.
Recuerdo que el salón parecía a punto de colapsar. Los varones se opusieron inmediatamente a tal decisión revolucionaria. Algunos se levantaron bruscamente y salieron del salón azotando la puerta; otros tiraron sus mochilas al suelo con furia, se quitaron las corbatas y arrancaron las insignias de sus uniformes en señal de protesta. Otros permanecieron sentados, mirando sin decir nada, con expresiones de incredulidad y confusión.
Recuerdo que en el grupo de niñas, las reacciones fueron completamente opuestas. Unas se reían y brincaban de alegría, susurrando emocionadas: “Por fin tenemos derecho de servir también en el altar de la iglesia, el altar de nuestra Madre, La Virgen”. Otras se miraban con asombro, sin poder creer lo que estaban escuchando.
Y yo... permanecí en silencio, sin entender completamente por qué tomar tal decisión había causado tanta controversia, pero sintiendo que algo histórico estaba sucediendo ante mis ojos.
Recuerdo que la Madre Superiora continuó explicando los detalles de esta nueva decisión. “Tradicionalmente”, nos dijo, “las niñas que servían en la iglesia eran llamadas “siervas” (en inglés “servants”) y tenían un ministerio complementario al de los monaguillos”.
Ella continuaba explicando que las “siervas” (“servants”) algunas fueron enseñadas expresamente a presentar los dones durante la ofrenda, aceptando la enseñanza de una entrega a servir a Dios como un acto simbólico, como también a distribuir los panfletos cancioneros antes de la misa entre otros servicios.
Yo continuaba escuchando a la Madre Superiora a la misma vez recordando cuando todos los estudiantes teníamos que hacer servicio comunitarios una vez al mes, ayudando a las monjas (conocidas como las “siervas”) en la limpieza de la iglesia y cuando daban clases de catecismos teníamos que ayudarlas en la clase.
La Madre Superiora continuaba felicitando a las “siervas” también por su arduo trabajo en los hospitales y colegios administrados por la Iglesia Católica, entre otros.
También ella explicó sobre la vestimenta la cual marcaba esta diferencia: mientras los niños monaguillos vestían sotana negra y blanco como los pequeños clérigos que representaban, las niñas “siervas” usaban túnicas sencillas.
“Pero estos tiempos están cambiando”, declaró la Madre Superiora con firmeza, “y estas formas tradicionales han estado en cuestión durante mucho tiempo.
"Hoy, las niñas también podrán servir directamente en el altar, vestidas con la misma dignidad que sus compañeros varones”.
Después de pronunciar estas palabras revolucionarias, el salón quedó sumido en un silencio sepulcral. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
La Madre Superiora, con movimientos calculados y deliberados, nos entregó a cada uno un pequeño trozo de papel blanco. Con voz firme y autoritaria nos ordenó escribir únicamente nuestro apellido con letra clara y legible.
En ese momento preciso, como si hubiera sido cuidadosamente orquestado, entró al salón otra monja ayudante de la Madre Superiora. Portaba con reverencia un envase de metal plateado en forma de copa, similar al cáliz sagrado que el sacerdote utiliza durante la misa en el altar. El objeto brillaba bajo la luz fluorescente del salón de clases, dándole un aire ceremonial a lo que estaba sucediendo.
La Madre Superiora extendió sus brazos hacia la copa y, con una solemnidad que nos hizo contener la respiración, nos ordenó diciendo: “Acérquense con respeto y dignidad a este cáliz sagrado y depositen su papelito. Que sea la voluntad de Dios quien determine quiénes serán los elegidos para servir en su Santo Altar”.
Uno por uno, como en una procesión silenciosa, comenzamos a acercarnos al cáliz, conscientes de que estábamos participando en algo que cambiaría para siempre la tradición de nuestra parroquia.
Una vez que deposité mi papelito en la copa sagrada, regresé a mi pupitre y me senté con el corazón acelerado. En ese momento, recuerdo que los varones que habían salido del salón enfadados regresaron acompañados por otra monja. Ella los tenía firmemente tomados por los brazos, como si los hubiera escoltado de vuelta para que cumplieran con el “ritual”. Con evidente reluctancia y rostros aún desafiantes, realizaron el acto de depositar sus papelitos en la copa.
La Madre Superiora se acercó al cáliz con solemnidad. Cerró los ojos, elevó su rostro hacia el crucifijo que colgaba en la pared del salón de clases, y comenzó a rezar en voz alta invocando el nombre de la Virgen María: “Santa María, Madre de Dios, guía nuestras manos para que sea tu voluntad la que se cumpla en esta elección sagrada”.
Con movimientos lentos y ceremoniales, extendió su mano dentro de la copa, extrajo un papelito doblado y se lo entregó a su ayudante. Luego, repitió el gesto y extrajo un segundo papelito, entregándoselo también a la monja asistente.
La ayudante, junto con nuestra maestra, desplegaron los papelitos con cuidado. Intercambiaron miradas significativas antes de leer en voz alta los apellidos elegidos.
Para mi absoluta sorpresa, el primer apellido que resonó en el salón fue el mío. El segundo apellido pertenecía a una niña pelirroja que siempre se sentaba en el último pupitre, justo al lado de la puerta trasera del salón. Ella era la única que tenía el privilegio de usar esa puerta que a nosotros nos estaba prohibido, algo que siempre me había intrigado.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Ella bajó la vista tímidamente, y yo hice lo mismo, sintiéndome abrumada. Temblé al pensar qué iba a ocurrir después de este momento histórico que acabábamos de presenciar.
Recuerdo cómo las monjas se acercaron a nosotras para felicitarnos. La Madre Superiora, con una sonrisa que mezcló orgullo y solemnidad, nos aconsejó con palabras que quedaron grabadas en mi memoria: “Recuerden que ahora ustedes, como “siervas”, representan a la Santa Madre Iglesia Católica. Es un privilegio sagrado servir como "siervas" en esta tarea tan importante del Altar, para la gloria de Dios.”
Continuó con tono oficial: “Me comunicaré personalmente con sus padres para coordinar las prácticas en la iglesia. Todo debe realizarse según lo acordado, bajo las reglas y leyes de nuestra Santa Madre Iglesia Católica”.
Todavía me encontraba en estado de asombro, procesando lo que acababa de suceder. Las monjas se despidieron con una reverencia ceremonial, y nuestra maestra intentó continuar con la clase normal, aunque la atmósfera del salón había cambiado para siempre.
Pero en medio de toda esta conmoción, un pensamiento inquietante comenzó a formarse en mi mente. Por un segundo, una duda dolorosa me atravesó el corazón: si mis queridos amigos David y Mae hubieran estado presentes en este momento, ¿acaso Dios y la Virgen María habrían escogido sus apellidos en lugar del mío? ¿Me habría quedado yo sin ser considerada digna de tan sagrada obra?
La pregunta me persiguió en silencio, mezclando la alegría del momento con una sombra de incertidumbre sobre si realmente merecía este honor divino.
Cuando llegué a casa, mami ya estaba celebrando la noticia. Había recibido la llamada de la Madre Superiora y su rostro irradiaba orgullo y emoción. Pero yo no compartía su entusiasmo; algo dentro de mí se resistía a celebrarlo.
Me senté a su lado y le expliqué todo con lujo de detalles: la revolución que se había desatado en el salón de clases, las protestas de los varones, los papelitos en la copa sagrada, y cómo mi nombre había sido elegido junto al de la niña pelirroja. Mami me escuchaba con ternura, asintiendo comprensivamente mientras yo derramaba todas mis emociones.
“Pero mami”, le dije con la sinceridad de mi ignorante infancia, “no me siento digna de esto”. Sus ojos se llenaron de preocupación maternal. Continué explicándole lo que había aprendido en el catecismo: que el llamado para servir en el altar, o en cualquier otro servicio sagrado, es un llamado divino de fe.
Recordaba las enseñanzas sobre cómo ese llamado se convierte en una misión sagrada para la Iglesia Católica y para honrar a nuestra Madre, la Virgen María. Era una tarea que debía cumplirse con honor, dignidad y pureza de corazón.
¿Y si Dios se equivocó conmigo, mami?, continué preguntando, ¿y si no soy lo suficientemente buena para esta misión tan importante?, pregunté con lágrimas asomándose en mis ojos, cargando el peso de una responsabilidad que, a mi corta edad, me parecía inmensa.
Una vez que mami me escuchó con paciencia, recuerdo vívidamente cómo limpió mis lágrimas con delicadeza y me consoló con palabras que aún resuenan en mi corazón: "Mija, Dios estará contigo en cada paso. Todo va a estar bien, Él no se equivoca". Sus palabras me tranquilizaron, pero la ansiedad persistía.
Esa noche no tenía muchos deseos de cenar ni de estudiar. Solo podía pensar en ese día tan trascendental cuando tendría que subir al altar sagrado de la Virgen María y de Jesucristo y servir por primera vez.
Las imágenes del salón revolucionado se repetían una y otra vez en mi mente.
Y mientras daba vueltas en la cama, me preguntaba: ¿Será que la salvación se obtiene a través de estos actos? ¿Acaso la gracia de la Virgen será derramada en mi vida por servir en su altar? Necesitaba urgentemente respuestas.
El viernes llegó como un torbellino. Una monja vino a recogernos a mí y a mi compañera de clases, la niña pelirroja. Nos dirigimos a otro salón donde estaban reunidos los estudiantes de sexto grado, quienes también participarían en la ceremonia. Formamos una fila india perfectamente ordenada, y la monja nos asignó nuestras responsabilidades sagradas: yo llevaría un envase de cristal con el vino consagrado, y mi compañera de clases portaría el recipiente con agua.
Todos practicamos meticulosamente los pasos ceremoniales en el salón, midiendo cada movimiento, cada genuflexión.
(RAE: genuflexión- Acción y efecto de doblar la rodilla, bajándola hacia el suelo, ordinariamente en señal de reverencia).
Luego nos dirigimos en procesión hacia la iglesia, donde realizamos el ensayo general en el altar verdadero.
Mi compañera de clases no me dirigió ni una sola palabra durante todo el proceso, pero pude ver en sus ojos la misma concentración intensa que yo sentía. Ambas estábamos completamente dispuestas a ejecutar todo esto sin cometer el más mínimo error.
Sabíamos que los “revolucionarios” —como llamaba mentalmente a los varones que se habían opuesto— estarían observando cada uno de nuestros movimientos, esperando quizás que falláramos.
Fue un momento extremadamente difícil para a nuestra corta edad, un momento donde todo tenía que hacerse con precisión absoluta y cuidado reverencial. La presión era inmensa, pero también sentía que estaba viviendo algo histórico.
Llegó el gran día: domingo. Estábamos todos temprano en la sacristía, en la parte posterior de la capilla. Las monjas, junto con las madres presentes, nos ayudaban cuidadosamente a vestirnos con la sotana blanca y roja que marcaba nuestra nueva dignidad como “siervos” y “siervas” al servicio del altar.
De repente, mami se me acercó acompañada por la monja principal. La monja me miró directamente a los ojos y me preguntó en inglés, con un tono urgente pero maternal: “María Izabel”, ¿recuerdas la parte cuando ustedes se dirigen hacia la puerta lateral para subir la escalera y ubicarse en el altar?
Recuerdo que le respondí con seguridad, que sí recordaba lo practicado.
Ella continuó preguntándome, ¿recuerdas al estudiante que, cuando el sacerdote eleva la hostia consagrada y el cáliz durante la consagración, tiene que tocar la campanilla? continuó preguntando.
“Sí, lo recuerdo", afirmé.
Su expresión se volvió más seria y me dijo: “Él no pudo asistir hoy, está enfermo, y necesito que tú hagas exactamente lo que él debía hacer. Todo en el altar sigue un orden sagrado y litúrgico, y no puedo alterar ese orden divino. ¿Lo harías? ¿Te sientes capaz de asumir esta responsabilidad adicional?
Por un segundo, busqué con la mirada a mi compañera de clases. Ella me hizo un gesto silencioso pero alentador, diciéndome: “Sí, tú puedes”. Luego miré a mi madre, quien guardó un silencio respetuoso, dejando la decisión en mis manos.
Respiré profundo y dije con determinación: “Sí, Hermana, sí puedo hacerlo”.
La monja sonrió con ternura, me abrazó y susurró: “Esta obra te será contada en el cielo, y la Virgen María la recordará siempre en el día del juicio final, como tu intercesora”.
Sus palabras me llenaron de una fuerza que no sabía que tenía.
Continuamos con los preparativos, siguiendo todo lo que nos habían enseñado, pero ahora yo cargaba con una responsabilidad aún mayor en este día histórico.
Continuamos donde habíamos quedado. Recuerdo que ya estábamos todos listos para entrar cuando un sacerdote se acercó a nosotras junto con las monjas.
Con solemnidad, el padre tomó aceite y agua bendita para limpiar nuestras manos, tanto las mías como las de mi compañera de clases. Mientras realizaba este ritual purificador, nos explicó que con este aceite sagrado quedábamos consagradas como “siervas” para la tarea que nos esperaba.
"Ahora sí son dignas de llevar el vino y el agua al altar", nos dijo con voz grave y respetuosa. "Cárguenlos con reverencia”.
Cuando finalmente entramos todos en orden procesional a la iglesia, no podía creer que una vez más me estaba acercando al lugar más sagrado de la iglesia: el altar.
Mientras caminaba por el pasillo central, sentía el peso de las miradas. Muchos feligreses fijaron su atención en mi compañera de clases y en mí. Podía escuchar las murmuraciones a nuestro alrededor.
"Niñas siervas", decían algunos en inglés, con un tono de admiración mezclado con asombro.
Otros nos observaban con cierto escepticismo, como si cuestionaran si nosotras éramos realmente dignas de realizar tan sagrada tarea. Sus miradas parecían preguntarse si dos niñas pequeñas podían manejar la responsabilidad de este momento tan solemne.
Sin embargo, también había rostros amables que nos sonreían con aprobación, felicitándonos con pequeños gestos de aliento, algunos incluso nos dirigían discretos aplausos silenciosos con las manos.
El momento decisivo llegó cuando tuvimos que dirigirnos hacia una puerta lateral. No podíamos subir por el frente del altar, ya que ese espacio es demasiado santo y sagrado para el acceso directo. Teníamos que atravesar una puerta especial y desde ahí acercarnos solamente hasta la orilla de la pared, justo al costado del altar.
Nuestro turno había llegado. Con manos temblorosas pero decididas, le entregamos los recipientes de cristal al sacerdote. Él ungió ambos envases con aceite santo, santificándolos para su uso en la Eucaristía.
Entonces nos giramos hacia la pared, como nos habían instruido. Puse mi mirada fija en la pequeña campanilla que descansaba debajo del altar, colocada cuidadosamente sobre una tela blanca inmaculada. Me acerqué un poco más al altar, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza por los nervios.
Mantuve mi atención completamente concentrada, esperando el momento preciso. Cuando el sacerdote elevó la hostia hacia el cielo y pronunció con voz solemne las palabras sagradas "Este es mi Cuerpo", yo hice sonar la campanilla.
Fue un momento de consagración pura, exactamente como nos habían enseñado las monjas. El sonido cristalino de la campanilla se elevó por toda la iglesia, marcando el instante más sagrado de la misa, cuando el pan se transforma en el Cuerpo de Cristo. En ese momento sentí una mezcla indescriptible de responsabilidad, honor y conexión espiritual profunda.
Tras recibir la indicación del sacerdote, nos dirigimos en silencio hacia las escaleras para ocupar nuestros lugares. Aunque externamente parecía una joven devota que había cumplido con su deber en el altar santo, internamente la inquietud me consumía.
Me preguntaba si este acto de servicio, ¿realmente complacía a Dios? Si mis esfuerzos eran genuinos o simplemente una formalidad vacía. Las dudas, lejos de disiparse, seguían creciendo en mi interior.
Al salir de la iglesia, mi padre nos esperaba en el auto y me felicitó con un abrazo. Recuerdo que le conté a mi madre sobre mis inquietudes pero un silencio invadió a mis padres, observe que no se dirigieron la palabra en todo el camino.
Ya en casa, mi madre y yo celebramos mi servicio en el altar, que tal experiencia resultó ser para mi una experiencia vacía.
Pues surgieron las dudas sobre la posibilidad en convertirme en una "sierva", por medio de mi devoción religiosa, preguntándome si tal devoción podría darme acceso directo al cielo.
Recuerdo que me sentía exhausta de tratar de cumplir con todas las exigencias de la iglesia católica. Agotada de intentar complacer a Dios, a la Virgen y a Jesús como me enseñaron por tradición.
Pero la "celebración" se interrumpió cuando fui a buscar a mi padre y lo encontré empacando su ropa. No hizo falta que lo dijera: supe que no era un viaje.
Sus manos, que solían arreglar mis juguetes o acariciar mi cabeza al dormir, doblaban camisas con una frialdad mecánica, como si ya no le pertenecieran. Me miró con esa tristeza que no necesita palabras, me abrazó tan fuerte que sentí que era un adiós disfrazado de cariño. "Debo tomar decisiones importantes", me dijo.
Terminó de empacar y, sin un festejo, sin una sonrisa para mi "celebración", bajó las escaleras tomándome de la mano. Su piel estaba fría. Mi madre se quedó al otro lado del pasillo, convertida en una estatua de silencio y reproches.
Él solo asintió hacia ella, un gesto cortante que selló años de historia. Yo caminé detrás, arrastrando los pies como si el suelo se hubiera vuelto lodo. La maleta. Esa maleta fea que se balanceaba en su mano, donde por un segundo pensé que empacó todas sus promesas rotas y de noches en las que ya no leería cuentos junto a mi cama.
El divorcio no solo tocó nuestra puerta: la derribó a patadas, indiferente al llanto que quedó atrapado en mi garganta. De pronto, la casa se volvió enorme y vacía, llena de ecos que repetían "¿por qué?".
Me sentí como un altar abandonado: el mismo Dios al que había servido con manos temblorosas ahora me devolvía el fervor convertido en ceniza. ¿Había sido yo? La duda me corroía. Tal vez mi fe no solamente se marchitó, sino que Dios la arrancó de mi corazón, preguntándome ¿había sido un castigo por no sostener bien el recipiente de cristal, por torcer la reverencia al caminar hacia Él?
Con el tiempo entendí lo que era un divorcio: no solo una firma en papeles o la división de muebles, sino una herida que sangra en silencio. Una decisión tomada por adultos, con razones que mi corazón de niña no alcanzaba a comprender. Duele aceptar que el amor en un matrimonio, a veces, no basta. Que las personas eligen caminos distintos, y que esos caminos, aunque duelan, no siempre son un castigo… solo son humanos.
Mi padre se fue. Mi fe tambaleó. Pero la vida, con su extraña manera de enseñar que el dolor no es eterno. Aprendí a cargar con esa maleta imaginaria —ligera ahora—, a mirar hacia adelante olvidando el pasado. Porque las familias no se rompen del todo: se transforman. Y yo, entre los escombros, quería florecer en gracia, pero las raíces de amargura no me lo permitieron.
Hasta la próxima.
Autoría:
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

lunes, 26 de mayo de 2025

26/mayo/2025 Parte 6 TESTIMONIO. La Primera Comunión

 


26/mayo/2025


Parte 6 TESTIMONIO

Testimonio  bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?


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La Primera Comunión

(un sacramento establecido por la iglesia católica como un paso de fe, para “establecer” la comunión con JESUCRISTO y la madre iglesia) 


Recuerdo ese gran día amaneció con ese silencio tenso que precede a los milagros. Llegamos tan temprano a la iglesia que el rocío aún brillaba en los escalones de la iglesia.


Dentro en la antesala, donde solían guardarse los floreros para adornar el altar, la maestra con sus guantes blancos de encaje y la monja ayudante, aquella que siempre la veía en los pasillos del colegio como ayudante de la Madre Superiora, de sonrisa tímida que siempre cargaba el rosario como si fuera un llavero sagrado, nos esperaban junto a una mesa cubierta con un mantel de lino. 


Sobre él, Biblias blancas impecables, cada una con un rosario blanco, enrollado como un collar de primera comunión.


— Cárguenlo con ambas manos–, dijo la monja, — como si sostuvieran el alma de un ángel—. Nos alineamos en fila, cabizbajos, sintiendo el peso de aquel libro que aún no “entendíamos” en cómo leer pero que ya debíamos venerar.


Recuerdo que, de pronto, la maestra abrió una bolsita de seda, blanca tan pequeña que parecía contener un secreto. Dentro, trocitos de pan pálidos, redondos como lunas en miniatura, reposaban sobre un paño de oro. Todos contuvimos el aliento.


“Es la hostia”, susurró la maestra.  La monja nos explicó, que el sacerdote la ungió con aceite y agua bendita autorizándola para darnos una pequeña muestra de la Eucaristía, con gestos lentos y ojos cerrados, tomaba uno entre sus dedos ungidos. Diciendo: “El Cuerpo de Cristo, pero aún no consagrado. Solo una muestra para que comprendan la solemnidad de lo que recibirán hoy.”


La monja pasó frente a nosotros, depositando en cada palma extendida un fragmento de aquel misterio. Cuando era mi turno, sentí el pan áspero contra la piel, miré de reojo a mis compañeros de clase: algunos fruncían el ceño, otras sonreían con complicidad. Este trozo de pan áspero y flaco, ¿era esto realmente el cuerpo de Cristo?


Las lecciones del catecismo me habían sembrado una semilla de esperanza, pero también de dudas. Sabía que la Primera Comunión debía ser un momento de transformación espiritual y sagrado, me enseñaron que es una fuente de “cobertura” contra el pecado, un camino hacia una vida santa que me prepararía para el banquete celestial. 


Pero en mi interior, me preguntaba si yo era realmente digna de recibir tal regalo, si sería capaz de sentir esa conexión profunda con lo divino. 


Recuerdo que me preguntaba si ese pequeño trozo de pan me ayudará a ser más espiritual, si en realidad me va a ayudar a vencer mis pecados para así estar más cerca de Jesús.


La promesa era clara: en la Sagrada Comunión, recibiría a Jesucristo, quien se entregó a nosotros en Su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Esta “unión” íntima con Cristo significa y fortalece nuestra unión con Él y su iglesia católica. 


Siempre me enseñaron que Jesús mismo nos habla de la importancia de este sacramento cuando dice: “si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes” (Juan 6:53). Pero, ¿podría esta promesa realmente superar mis dudas?


“Hoy son flores del jardín de Cristo”, declaró la monja, mientras nos guiaba hacia la entrada triunfal para la Sagrada Comunión. “Recuerden”, enfatizó la monja, “al entrar, miren sólo al suelo. Los ángeles registran cada paso de los elegidos”.


El sol filtrado por los vitrales teñía el pasillo de colores. Avanzamos hacia las primeras bancas de la iglesia justo al frente del altar, como lo habíamos practicado por semanas. 


El órgano resonó con un acorde grave, así como habíamos practicado, era la señal divina que cortó el silencio de la misa. Uno a uno, nos levantamos de las bancas en fila india, como almas en pena vestidas de blanco inmaculado. Avanzamos hacia el confesionario, una caja de madera oscura que cuando era mi turno olía a cera derretida y a miedo infantil.


El cura esperaba tras la cortinilla desgastada, su silueta borrosa tras la celosía. 


Me arrodillé, las rodillas temblorosas sobre el reclinatorio duro, y recité: “padre mío, yo confieso…”, que me habían hecho memorizar. 


¿Y tus pecados, hija?, preguntó con una voz que parecía venir del fondo de un pozo.


Mis pecados, pensé por un segundo, ¿mentirle a mami sobre el chocolate que me comí? Inventé algo, cualquier cosa, porque a los siete años no entendía de culpa, pero sí de la presión de tener algo que confesar. 


El sacerdote murmuró una penitencia, tres Avemarías y me dio la absolución con un gesto mecánico haciendo la señal de la cruz con su mano, como quién sella una carta.


Al salir, el aire de la iglesia me golpeó frío en la cara. Regresé a la banca con los ojos bajos, como nos habían enseñado, pero no por humildad, sino porque no quería que nadie viera mi alivio fingido. 


A mi lado, David mi amigo de la infancia jugueteaba con su rosario, evitando mi mirada. ¿Habría inventado pecados él también?


El confesionario seguía devorando niños uno tras otro, declarándolos absueltos pero aún cargados de preguntas. Y mientras el órgano entonaba un himno alegre, yo me preguntaba si Dios realmente creía que tres Avemarías bastaban para limpiar mentiras o si en realidad Él había escuchado mi confesión.


El sacerdote extendió sus manos sobre nosotros como un juez celestial. “Dignos son los que han preparado su corazón para recibir al Señor”, declaró, mientras el órgano entonaba una melodía que parecía sacada del cielo.


En fila india, avanzamos hacia el altar. Los zapatos nuevos crujían contra el mármol, el sacerdote, vestido de blanco inmaculado, con esa hostia dorada brillando entre sus dedos diciendo: “El Cuerpo de Cristo”, extendí mis manos, ubicó el pan en mi palma de la mano y respondí, “amén”, como me habían enseñado.


De regreso a la banca, el silencio era tan denso que escuché el crujir de mi vestido al sentarme, desde una distancia, vi a mami que  lloraba en silencio, sus lágrimas cayendo sobre el misal abierto. 


El sol de la mañana entraba por el vitral de Jesús y pintaba el suelo de colores. Por un segundo, esperé sentir algo… un calor, una voz, una señal, solo escuche el del órgano cantando y repitiendo: “Aleluya”.


Había tomado mi primera comunión, y Dios, si estaba allí o no, solo se que no hizo ruido.


Ya de regreso a casa olía a fiesta y a alivio. Mami, con su delantal, revolvía el caldero de arroz con gandules como si fuera una pócima de alegría. 


En la mesa, el tembleque y el arroz con dulce, mis postres favoritos, temblaban bajo un manto de canela y una bandeja de pastelillos de guayaba que Mae, mi mejor amiga china, devoraba con ojos brillantes.


Los vecinos judíos, los padres de mi amigo de la infancia, David, llegaron con postres deliciosos, David, Mae y yo celebrábamos con alegría.


Mae, cuyos padres enseñaban a mami a usar palillos chinos para pinchar un bacalaítos frito. “En China, celebramos con fideos largos para larga vida”, dijo la señora Li, mientras mami les servía la comida. 


“¡Y en Puerto Rico, con comida que llene el alma!”, contestó mami, rozando el crucifijo de su cuello sin darse cuenta.


Nos sentamos en el patio, donde las sillas prestadas, formaban un círculo imperfecto pero feliz. David, Mae y yo, los tres con nuestras herencias distintas, compartíamos un plato de arroz con dulce, fingiendo no ver cómo los adultos brindaban con coquito puertorriqueño y té de jazmín.


Mae me pasó una galletita de la fortuna de el negocio de su padre,  los tres nos reímos, conscientes de que aquel día no había sido solo sobre hostias, ni primera comunión, ni la eucaristía, sino sobre cómo el mundo cabía en un solo patio, entre platos prestados y oraciones ajenas que, por una tarde, sonaron a familia.


Mami, viéndonos, suspiró satisfecha. Su comunión había sido otra: la de unir fronteras con cucharones y cariño.


Esa noche, cuando la casa por fin estuvo en silencio, colgué mi vestido blanco en la puerta del armario. La tela aún guardaba el olor a incienso, un vestido blanco que horas antes me había hecho sentir “elegida”, ahora el vestido parecía solo un pedazo de tela lleno de interrogantes.


Me senté en la cama y por primera vez ese día, respiré sin que nadie me observara. Afuera, la luna bañaba el jardín donde horas antes habíamos reído con mis mejores amigos David y Mae. 


Recuerdo que el mismo cielo que horas antes parecía bendecir mi comunión, ahora era un mudo testigo de mis preguntas. Todo esto, el bautismo, los sacramentos, ungirnos con aceite, el encuentro celestial en altar, la Primera Comunión, tradiciones, costumbres… ¿Realmente me acercarán más a Dios? ¿Son rituales que me aseguran un encuentro con la gracia de Dios? ¿Qué más tengo que hacer para recibir esa “permanente unión” en Jesucristo? 


¿Por qué un Dios que murió en la cruz necesitaba todo esto? ¿Por qué un Salvador que compartió pan con pecadores exigía confesar mis pecados a un hombre con un título de sacerdote?


A través de la pared, escuché a mami rezar el rosario. Sus avemarías eran un murmullo constante, como si las cuentas del rosario fueran los eslabones de una cadena que la uniera a algo más grande. 


Yo, en cambio, pensé en la tienda de la iglesia, en el sobre de ahorros de mami, en los padres de David que no creían en Jesús pero sí en la felicidad de su hijo, en Mae que iba a celebrar con su familia otra tradición.


Tal vez la respuesta no estaba en el altar, sino en el caldero de arroz que habíamos compartido.


Cerré los ojos. El traje seguía allí, flotando en la oscuridad, fantasma de un día que había prometido unión pero me dejó con más preguntas que certezas. Y por un instante, antes de dormir, quise creer que a Dios le habían gustado más los pastelillos de guayaba que las hostias secas.


Recordando cuando mi padre me felicitó con un abrazo, mis mejores amigos de la infancia riéndonos a carcajadas celebrando, la alegría de escuchar a una de las vecinas tocar el cuatro puertorriqueño, ese instrumento de cuerda se utiliza para tocar música jíbara, la música tradicional de nuestra hermosa isla. Su sonido llenó nuestra casa de alegría y nos recordó nuestras raíces. 


Era un día perfecto, lleno de la inocencia de la infancia. Esa noche, me dormí profundamente, sin imaginar que sería la última vez que vería a mis dos mejores amigos, David y Mae. 


En mi mundo infantil, un adiós silencioso marcaría el resto de mi camino.

Gracias por acompañarme una vez más en este tiempo. Mi oración es que este testimonio, el cual continuaré compartiendo, te anime a buscar la verdad en la Palabra de Dios y a encontrar una relación auténtica con Dios. Que el SEÑOR les continúe bendiciendo, ¡hasta la próxima!


𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒

Profeta de Yom Teruah Ministries ®

La Caverna del Profeta®

Pentecostales Reformados

Carolina, Puerto Rico

profetamariaimestre@gmail.com


lunes, 5 de mayo de 2025

Testimonio Parte 5 MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN


 

5/mayo/2025 PARTE 5
Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

Saludos, mi nombre es María Izabel Mestre, Profeta de Yom Teruah Ministries® en Puerto Rico. Por la gracia de Dios, estaré compartiendo con ustedes la Parte 5 de mi testimonio y espero que sea de bendición para cada uno de ustedes. 

MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN 
(los cuales sirven como intermediarios entre Dios y los hombres)

Aún recuerdo el suave golpe en mi hombro y la voz de mi papá susurrando: "Levántate, hoy es diferente, recuerda que tienes que asistir al colegio temprano, te llevaré de camino a mi trabajo". 

La madrugada olía a café recién hecho y a ropa planchada con cuidado. Afuera, el cielo seguía teñido de oscuridad. Junto a la cama, mis zapatos nuevos color azul, marca “Hush Puppies" brillaban bajo la lámpara. 

La emoción, mezclada con el sopor de la mañana, pesaba sobre mis párpados. Aún recordaba el día anterior, cuando mi papá me llevó a la tienda y elegimos esos zapatos nuevos, cada puntada un tesoro, prometiendo un futuro brillante en el colegio. Pero ahora, la pregunta persistía: ¿Por qué la Madre Superiora había citado a doce estudiantes, incluyéndome, tan temprano?

La víspera, la maestra había leído en voz alta la lista entregada en un pergamino por la Madre Superiora: doce nombres elegidos bajo criterios que solo Dios y ella conocían, doce llamados. Sus instrucciones eran claras como el agua de un manantial y estrictas como los mandamientos: puntualidad, silencio, corazones en obediencia. 

Yo era una de los “escogidos” en la lista de los 12, mientras que mami me abrochaba el cuello del uniforme almidonado, aún no entendía por qué levantarme tan temprano para llegar al colegio, pero le dije claramente a mi madre, mirándola fijamente mientras me ajustaba el moño en el cabello, que no se olvidara del acuerdo que habíamos llegado.

Ella respondió con una sonrisa que iluminaba la cocina más que el sol de la mañana, mostrándome 3 monedas de .25 centavos, a la misma vez diciéndome: — Cumplo con mi acuerdo — me dijo con su espanglish musical de una puertorriqueña, — con las 3 “pesetas” puedes comprarte un “pretzel” calientito y un cartón pequeño de “chocolate milk”, ¿okey? — guardando el tesoro niquelado como si fueran la ofrenda de una viuda según la Biblia, en el bolsillo de mi uniforme. 

En ese instante, sin saberlo, aprendí que las promesas de Dios a veces, llegan envueltas en el acento de una madre, en el crujido de un pretzel compartido, o en unas monedas que suenan como campanitas de bendición.

Papi y yo llegamos al colegio cuando el amanecer aún olía a hostias recién horneadas, ese aroma a trigo consagrado que se mezclaba con el dulce del rocío pisado. 

Corrimos hacia el área baja, donde las canchas de baloncesto guardaban el silencio húmedo de las mañanas previas al recreo. 

Allí, en un rincón que parecía sacado de un cuento, las monjas tenían su pequeño reino: una cocina diminuta donde los "pretzels" doraban sus espaldas curveadas en el horno, y una nevera de acero que guardaba filas perfectas de cartoncitos de leche. 

Desde esa distancia entre ellos, distinguí el de “chocolate milk", esperándome con la misma paciencia con que Abraham aguardó la promesa. Las monedas en mi bolsillo resonaron, recordándome que hasta los milagros más pequeños tienen su hora señalada.

Las monjas nos recibieron con esa sonrisa que solo tienen quienes ven a Cristo en los pequeños. Mi papá, siempre tan seguro, tan caballeroso, les habló en un inglés perfecto, aunque al referirse a mí, su voz se llenó de ese acento cálido que guardaba para los apodos cariñosos: "Please”, dijo en inglés a las monjas, “take good care of my Marihita". 

Sus palabras flotaron en el aire como una bendición, y al decir Marihita, me guiñó un ojo, como si entre nosotros dos existiera un pacto secreto de valentía.

Mi padre me dijo que pagara, siguiendo sus instrucciones, extendí mi mano con las tres monedas hacia la monja, — “aquí está tu cambio, mi niña", – dijo la monja devolviéndome unas monedas que sonaban como campanitas de misa temprana. 

"Ven, vamos a sentarnos aquí", murmuró mi papá, señalando un banco de madera cerca de la canasta de los "pretzels", donde el olor a incienso se mezclaba con el aroma del pan que ahora sosteníamos como un pequeño tesoro. 

En ese instante, entre el murmullo de las monjas, empleados y otros estudiantes, entendí que la fe se hereda en momentos así: en monedas devueltas, en apodos que son como plegarias, y en bancas silenciosas donde Dios teje su presencia con hilos de chocolate y pan recién horneado.

Me despedí de mi papá, dirigiéndome al salón de clases. Llegamos al salón con los ojos hinchados de sueño, arrastrando los zapatos de charol que crujían como grillos penitentes. 

Nuestra maestra, pasó entre las filas con su regla de madera golpeando suavemente las palmas. "Estudiantes, hoy es distinto", susurró. El eco de sus palabras dibujó escalofríos en mi nuca. "La Madre Superiora viene en persona”, dijo ella, “a recoger a doce de ustedes primero, como los apóstoles de Nuestro Señor". 

No pasó ni un minuto la puerta del salón abrió y allí estaba ella: la Madre Superiora, alta como un ciprés, su hábito negro ondeando como bandera de batalla espiritual, al instante nos levantamos como soldados, tal como nos habían enseñado desde la infancia, espaldas rectas y silencio absoluto. 

Recuerdo que nos saludó con un gesto breve, sus ojos como dos pozos de café amargo, recorrieron nuestros uniformes, evaluando cada pliegue, cada botón, cada hilo suelto que pudiera delatar imperfección, escudriñaba el salón mientras sus dedos, largos y pálidos como cirios, acariciaban el rosario que colgaba de su cintura. 

— Los felicito, siéntense — dijo, su voz grave como el órgano de la misa de domingo, llenó el salón hasta el último rincón. "Esta será la última práctica antes de su entrada en fila hacia la Primera Comunión", anunció, mientras sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrían cada uno de nuestros rostros. "Marcharemos hacia la iglesia en fila india", añadió, “en perfecto silencio, como soldados de Cristo".


Luego, con lentitud ceremoniosa, corroboró nuestros nombres uno por uno, como si cada sílaba fuera un sacramento. Cuando terminó, alzó el crucifijo que pendía de su cuello y lo apretó entre sus dedos blancos como el lino del altar. 


"Este llamado no es un juego", advirtió. "Es un juramento solemne: la promesa de caminar en gracia, cumplir los mandamientos de la iglesia católica y llevar en sus corazones el legado de nuestra Madre Iglesia y de Nuestro Señor Jesucristo".

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía palparse, como el incienso que flota antes de la consagración. Doce pares de ojos bajamos nuestros rostros, no por temor, sino por el peso sagrado de aquel momento.

Recuerdo que miré hacia las ventanas grandes del salón, mirando al cielo preguntándome, si Dios iba a estar al final de este evento tan sagrado, si Dios tenía la misma lista que la Madre Superiora, como saber si él estaba de acuerdo en que mi nombre estaría en esa lista sagrada de los 12. 

Salimos en fila india para cruzar la calle, al frente estaba la Madre Superiora cargando en su mano, sobre su pecho un crucifijo de madera, aquella fila india no era solo un ejercicio de disciplina, era el primer paso de una marcha eterna, la que nos uniría para siempre al Cuerpo de Cristo, pero cada momento de ese camino hacia esa tradición, me cuestionaba si en realidad Dios existe.

Llegamos a la parte posterior de la iglesia, donde la capilla se alzaba en una penumbra dorada por las velas. Allí nos esperaba el padre, refiriéndome al sacerdote católico, su sotana color púrpura rozando el suelo como un río de gracia. 


— Bienvenidos. — dijo con una sonrisa que parecía guardar secretos del cielo. Las dos monjas maestras, inmóviles como estatuas de sal, flanqueaban la entrada.
El sacerdote alzó las manos y explicó: "La Madre Superiora quiere que vivan una experiencia santa”. Continuó diciendo: “estar cerca del altar es estar cerca de la Inmaculada y Reina de los cielos, la Virgen María y el mismo Jesús, porque el altar es símbolo de Cristo quien es sagrado, vivo y centro de la Eucaristía". 

Hizo una pausa, y su voz se volvió grave: "Pero ustedes”, señalándos, “aún no están consagrados para permanecer de pie frente al altar. Primero debo ungirlos y prepararlos…".


Mis ojos se clavaron en la Madre Superiora. Su rostro, iluminado por la luz tenue, parecía tallado en piedra de sacrificio. Sentí que mi corazón temblaba como la llama de una vela al viento. 
¿Frente al altar?, me pregunté, aquel lugar prohibido que de niña solo podía mirar de lejos, con las manos cruzadas y sin atreverme a respirar. Con una mente infantil, me pregunté, ¿me llevará a alcanzar una vida santa y eterna en el cielo?


Las reglas del altar de toda mi infancia —"no pasar, no tocar, ni siquiera mirar de frente el altar"— se desmoronaban en un instante. 

El aire olía a cera derretida y a misterio. Algo grande estaba por ocurrir, y aunque no lo entendía, pensé que Dios me estaba llevando de la mano hacia un umbral invisible.

Las monjas nos alinearon, a los estudiantes escogidos en dos filas de seis, como doce ramas dispuestas para ser injertadas como ramas en la Vid. 

Frente a nosotros, el sacerdote y la Madre Superiora, formaban una silueta sagrada: ella colocó una tela blanca sobre sus hombros, tan inmaculada como el alma que debíamos llevar al altar y se unió al sacerdote en un rezo. 


Sus voces se entrelazaban al recitar las palabras de un libro marrón gastado por décadas de devoción, pidiendo a la Virgen María autorización para acercarnos al “altar sagrado”.
Entonces vi cómo la Madre Superiora, le entregaba al sacerdote un frasco de cristal tallado, donde el agua bendita centelleaba como diamantes líquidos. "En el nombre de María, Puerta del Cielo...", comenzó el cura, trazando la cruz sobre nosotros con dedos que goteaban gracia. 

El aire se electrizó cuando una monja le alcanzó otro recipiente, esta vez de plata desgastada con aceite que brillaba como oro bajo los cirios. "Los unjo como soldados de Cristo, para que pisen tierra santa con pies santificados…", declaró el sacerdote, mientras marcaba nuestras frentes con el aceite frío. Un escalofrío me recorrió la espalda; el aroma a rosas y mirra se aferró a mi piel.

—Están listos y consagrados — anunció la Madre Superiora, y sus palabras resonaron como un sí “divino”. Yo apenas podía respirar. Cada vez que el sacerdote mencionaba el altar, ese nombre prohibido que en mi infancia susurraba con temor, las lágrimas nublaban mi vista. 

Aquel lugar que ni siquiera podía tocar con la mirada ahora me esperaba con los brazos abiertos, como un amigo que por fin revela su rostro. Y en ese instante, entre el perfume del óleo, la mirra y con ecos de los rezos, me encontraba de camino a ella.


Avanzábamos hacia el altar en fila india, un silencio tan denso que solo se escuchaba el roce de nuestros zapatos sobre las baldosas frías. Nos mirábamos unos a otros con los ojos brillantes de lágrimas reprimidas, esa mezcla de sentimientos que solo da lo divino. Cada paso era un latido, cada respiración una oración. ¿Acaso desde el día de nuestro bautismo, cuando el agua nos hizo hijos de Dios, Él ya estaba preparando este instante?

El altar se alzaba ante nosotros, cada vez más grande, más real: su mármol brillaba como un espejo del cielo, inmaculado, perfecto, en sus líneas rectas como mandamientos. 

Yo sentía que mi corazón estallaría de tanto amor contenido; era como si después de años de verlo desde lejos, distante, intocable, ahora él se inclinaba para decirnos: "Miren, siempre estuve aquí, esperándoles".


Llegamos al primer escalón. Allí nos detuvimos, como Moisés, frente a la Tierra Prometida. Las monjas extendieron sus brazos en gestos de barrera sagrada: "No pueden subir aún al altar". No éramos dignos, solo faltaba unos días para el gran día y entonces, ¡por fin! esos escalones dejarían de ser un límite para convertirse en un umbral. 

"Tomen unos segundos para reflexionar y mirar la gracia de Dios", dijeron las monjas. Bajé la vista al suelo, mis ojos siguiendo las vetas del mármol como si fueran caminos hacia lo invisible. 

¿Estás aquí, Madre?, pregunté en silencio, esperando sentir ese roce de manto azul que las monjas describían en los relatos de las apariciones. 

Recuerdo que recé con los puños apretados, repitiendo las palabras que me enseñaron, pero solo hubo silencio. Un silencio tan grueso que podía oír el llanto ahogado de mis compañeros de clases, algunos sollozando plegarias de perdón, otros murmurando Avemarías como si la Virgen estuviera sorda.

Yo seguí rogando, desesperada por algo, un signo, un escalofrío, una voz... ¿No era este el momento más sagrado donde nos prometieron que ella vendría?

Entonces… el coraje brotó como agua amarga: ¿Dónde estás? ¿Por qué llegas tarde?, exigí a Dios, mis uñas clavándose en las palmas de mis manos. Si este altar es tu casa, ¿por qué no me recibes?

Las lágrimas ya no eran de emoción, ahora entiendo cuando mi madre llegaba con coraje a la iglesia católica luego de uno de mis citas médicas y no tenía alguna respuesta, yo escuchaba que decía: “tengo un santo coraje.” 

En ese instante, sin saberlo, estaba haciendo mi primera oración auténtica, no con palabras prestadas, sino con el grito de quién busca cara a cara la verdad delante de una ausencia real.

Los minutos pasaban como horas hasta que la Madre Superiora nos autorizó a rodear el altar ,sin subir aquel primer escalón que separaba lo humano de lo divino. 

Fui la primera en sentarme en la banca, con un ruido seco que rompió el silencio reverente. Se supone que al caminar hacia la banca para sentarme, tengo que doblar una de mis rodillas en reverencia hacia el altar de la Virgen y a la misma vez inclinar mi cabeza y con la mano derecha hacer el signo de la cruz, pero mis rodillas no doblaron, mi cabeza no se inclinó. 

Me senté en la banca sin reverencia, pregunté en silencio, ¿quién eres Dios? Pensaba mientras clavaba la mirada en el crucifijo. ¿Y tú, Madre de Jesús, por qué te escondes? Las palabras me quemaban por dentro: "Mi verdadera madre siempre me contesta. Tú no eres como ella".

El coraje me tensaba los hombros, tan palpable que la Madre Superiora se acercó con esa mirada que parecía ver hasta el fondo del alma. "¿Trajiste algo de comer, hija?", preguntó, señalando mi bolsillo donde horas antes habían estado las monedas del "pretzel". "No tengo hambre", mentí. Hambre sí tenía, pero no de pan.

Un sobresalto sacudió la capilla, uno de los estudiantes se había arrojado al suelo frente al altar, gritando entre lágrimas: "¡Perdón, Virgen Santísima, por mis pecados!". Dos monjas corrieron a levantarlo como si hubiera tocado fuego sagrado. 

Otra niña gemía en una banca: "No soy digna, no soy digna...". Y yo... yo seguía ahí, plantada como una espina en un jardín de rosas, con un enojo que sabía a traición y a verdad al mismo tiempo. Las dudas ya no eran semillas, eran raíces profundas que trepaban por mi corazón, rompiendo todo lo que me habían enseñado a creer. 

Pero en ese mismo instante, sin saberlo, estaba haciendo algo más sagrado que llorar o repetir plegarias, estaba siendo honesta con Dios por primera vez, recordando las misas cuando el sacerdote decía: “Desahoga tu corazón ante Él.”, según Salmos 62:8.


Las monjas nos llamaron al frente del altar, con sonrisas de triunfo en sus rostros, como si hubiéramos cruzado un mar de pruebas. Una de las monjas dijo — Hoy han dado el paso más importante de sumisión y arrepentimiento—, anunciando mientras colocaban sobre cada pecho un medallón de la Virgen, pequeño, redondo, brillante como una luna de plata. Los otros estudiantes lo recibían con manos temblorosas, algunos besando la imagen antes de fijarla al prendedor de sus uniformes.

Cuando llegó mi turno, la monja examinó mi alfiler, abarrotado de medallones antiguos. —Tu madre los arregló con un seguro fuerte. Pero no hay espacio para éste—, dijo la monja con un suspiro. 


— No se preocupe–, respondí secamente, extendiendo la palma de mi manita. — Se lo llevaré así, le diré que prepare otro alfiler—, reconociendo el amor tangible de mi madre. La última palabra me sabía a mentira, pero la monja no pareció notarlo.

De regreso al salón, apreté el medallón en mi puño hasta que la Virgen me dejó marcas de una desilusión en la piel. Mi corazón era un cuarto vacío, sin espacio para una devoción sin lógica, donde resonaban preguntas sin respuestas: ¿Por qué todos celebran lo que yo no siento? ¿Dónde está el gozo que prometieron? 

Miraba a los otros reír, abrazarse el uno con el otro y solo podía pensar en ese Dios de altares dorados y silencios profundos, se había convertido en un extraño para mí. Y lo más doloroso era que, en medio de esa tristeza que me ahogaba, una parte de mí todavía quería creer.

Al llegar a casa, subí directo a mi cuarto y saqué con violencia el prendedor del uniforme. Los medallones, esa colección de cruces diminutas, vírgenes sonrientes y santos de metal frío, cayeron sobre el armario con un ruido hueco, como monedas de un juego que ya no quería jugar. 

Los miré uno por uno: ¿Protectores? ¿Trofeos? El crucifijo que me dieron al terminar el primer año de catecismo, la medalla de un santo por superar dificultades, otro medallón de la de Virgen prometiendo que ella "nunca me abandonaría". Todos brillaban bajo la luz de la lámpara, pero para mí eran sólo pedazos de metal que no resuenan.

Mi madre, asomó la cabeza por la puerta. —¿Te pasó algo con los medallones, mi vida? —, preguntó en ese tono que hacía hasta lo más simple sonar a consuelo. No supe qué responder. 

¿Cómo explicarle que hoy, frente al altar, había entendido que Dios no estaba en objetos, ni en rituales, ni siquiera en las lágrimas de los demás? Que quizás, solo quizás, Él prefería las preguntas furiosas de una niña sincera a las repeticiones obedientes de los que fingían gozo.

Cerrando la puerta con cuidado, me quedé sola con mi armario convertido en un altar laico. Allí, entre medallones que ya no significaban nada, hice mi primera oración verdadera: "Si existes... enséñame a encontrarte fuera de todo esto". Y por primera vez en ese día sagrado y terrible, sentí algo parecido… paz.

¿Estos símbolos, servían de intermediarios en mi comunión con Dios?

Gracias por compartir este espacio conmigo. Espero que este testimonio le anime a profundizar en la Palabra de Dios.

Hasta la próxima.
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com 

28/junio/2025 Parte 7 TESTIMONIO Fui monaguilla por un día.

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