lunes, 5 de mayo de 2025

Testimonio Parte 5 MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN


 

5/mayo/2025 PARTE 5
Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

Saludos, mi nombre es María Izabel Mestre, Profeta de Yom Teruah Ministries® en Puerto Rico. Por la gracia de Dios, estaré compartiendo con ustedes la Parte 5 de mi testimonio y espero que sea de bendición para cada uno de ustedes. 

MI ENCUENTRO CON LOS SÍMBOLOS DE LA RELIGIÓN 
(los cuales sirven como intermediarios entre Dios y los hombres)

Aún recuerdo el suave golpe en mi hombro y la voz de mi papá susurrando: "Levántate, hoy es diferente, recuerda que tienes que asistir al colegio temprano, te llevaré de camino a mi trabajo". 

La madrugada olía a café recién hecho y a ropa planchada con cuidado. Afuera, el cielo seguía teñido de oscuridad. Junto a la cama, mis zapatos nuevos color azul, marca “Hush Puppies" brillaban bajo la lámpara. 

La emoción, mezclada con el sopor de la mañana, pesaba sobre mis párpados. Aún recordaba el día anterior, cuando mi papá me llevó a la tienda y elegimos esos zapatos nuevos, cada puntada un tesoro, prometiendo un futuro brillante en el colegio. Pero ahora, la pregunta persistía: ¿Por qué la Madre Superiora había citado a doce estudiantes, incluyéndome, tan temprano?

La víspera, la maestra había leído en voz alta la lista entregada en un pergamino por la Madre Superiora: doce nombres elegidos bajo criterios que solo Dios y ella conocían, doce llamados. Sus instrucciones eran claras como el agua de un manantial y estrictas como los mandamientos: puntualidad, silencio, corazones en obediencia. 

Yo era una de los “escogidos” en la lista de los 12, mientras que mami me abrochaba el cuello del uniforme almidonado, aún no entendía por qué levantarme tan temprano para llegar al colegio, pero le dije claramente a mi madre, mirándola fijamente mientras me ajustaba el moño en el cabello, que no se olvidara del acuerdo que habíamos llegado.

Ella respondió con una sonrisa que iluminaba la cocina más que el sol de la mañana, mostrándome 3 monedas de .25 centavos, a la misma vez diciéndome: — Cumplo con mi acuerdo — me dijo con su espanglish musical de una puertorriqueña, — con las 3 “pesetas” puedes comprarte un “pretzel” calientito y un cartón pequeño de “chocolate milk”, ¿okey? — guardando el tesoro niquelado como si fueran la ofrenda de una viuda según la Biblia, en el bolsillo de mi uniforme. 

En ese instante, sin saberlo, aprendí que las promesas de Dios a veces, llegan envueltas en el acento de una madre, en el crujido de un pretzel compartido, o en unas monedas que suenan como campanitas de bendición.

Papi y yo llegamos al colegio cuando el amanecer aún olía a hostias recién horneadas, ese aroma a trigo consagrado que se mezclaba con el dulce del rocío pisado. 

Corrimos hacia el área baja, donde las canchas de baloncesto guardaban el silencio húmedo de las mañanas previas al recreo. 

Allí, en un rincón que parecía sacado de un cuento, las monjas tenían su pequeño reino: una cocina diminuta donde los "pretzels" doraban sus espaldas curveadas en el horno, y una nevera de acero que guardaba filas perfectas de cartoncitos de leche. 

Desde esa distancia entre ellos, distinguí el de “chocolate milk", esperándome con la misma paciencia con que Abraham aguardó la promesa. Las monedas en mi bolsillo resonaron, recordándome que hasta los milagros más pequeños tienen su hora señalada.

Las monjas nos recibieron con esa sonrisa que solo tienen quienes ven a Cristo en los pequeños. Mi papá, siempre tan seguro, tan caballeroso, les habló en un inglés perfecto, aunque al referirse a mí, su voz se llenó de ese acento cálido que guardaba para los apodos cariñosos: "Please”, dijo en inglés a las monjas, “take good care of my Marihita". 

Sus palabras flotaron en el aire como una bendición, y al decir Marihita, me guiñó un ojo, como si entre nosotros dos existiera un pacto secreto de valentía.

Mi padre me dijo que pagara, siguiendo sus instrucciones, extendí mi mano con las tres monedas hacia la monja, — “aquí está tu cambio, mi niña", – dijo la monja devolviéndome unas monedas que sonaban como campanitas de misa temprana. 

"Ven, vamos a sentarnos aquí", murmuró mi papá, señalando un banco de madera cerca de la canasta de los "pretzels", donde el olor a incienso se mezclaba con el aroma del pan que ahora sosteníamos como un pequeño tesoro. 

En ese instante, entre el murmullo de las monjas, empleados y otros estudiantes, entendí que la fe se hereda en momentos así: en monedas devueltas, en apodos que son como plegarias, y en bancas silenciosas donde Dios teje su presencia con hilos de chocolate y pan recién horneado.

Me despedí de mi papá, dirigiéndome al salón de clases. Llegamos al salón con los ojos hinchados de sueño, arrastrando los zapatos de charol que crujían como grillos penitentes. 

Nuestra maestra, pasó entre las filas con su regla de madera golpeando suavemente las palmas. "Estudiantes, hoy es distinto", susurró. El eco de sus palabras dibujó escalofríos en mi nuca. "La Madre Superiora viene en persona”, dijo ella, “a recoger a doce de ustedes primero, como los apóstoles de Nuestro Señor". 

No pasó ni un minuto la puerta del salón abrió y allí estaba ella: la Madre Superiora, alta como un ciprés, su hábito negro ondeando como bandera de batalla espiritual, al instante nos levantamos como soldados, tal como nos habían enseñado desde la infancia, espaldas rectas y silencio absoluto. 

Recuerdo que nos saludó con un gesto breve, sus ojos como dos pozos de café amargo, recorrieron nuestros uniformes, evaluando cada pliegue, cada botón, cada hilo suelto que pudiera delatar imperfección, escudriñaba el salón mientras sus dedos, largos y pálidos como cirios, acariciaban el rosario que colgaba de su cintura. 

— Los felicito, siéntense — dijo, su voz grave como el órgano de la misa de domingo, llenó el salón hasta el último rincón. "Esta será la última práctica antes de su entrada en fila hacia la Primera Comunión", anunció, mientras sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrían cada uno de nuestros rostros. "Marcharemos hacia la iglesia en fila india", añadió, “en perfecto silencio, como soldados de Cristo".


Luego, con lentitud ceremoniosa, corroboró nuestros nombres uno por uno, como si cada sílaba fuera un sacramento. Cuando terminó, alzó el crucifijo que pendía de su cuello y lo apretó entre sus dedos blancos como el lino del altar. 


"Este llamado no es un juego", advirtió. "Es un juramento solemne: la promesa de caminar en gracia, cumplir los mandamientos de la iglesia católica y llevar en sus corazones el legado de nuestra Madre Iglesia y de Nuestro Señor Jesucristo".

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía palparse, como el incienso que flota antes de la consagración. Doce pares de ojos bajamos nuestros rostros, no por temor, sino por el peso sagrado de aquel momento.

Recuerdo que miré hacia las ventanas grandes del salón, mirando al cielo preguntándome, si Dios iba a estar al final de este evento tan sagrado, si Dios tenía la misma lista que la Madre Superiora, como saber si él estaba de acuerdo en que mi nombre estaría en esa lista sagrada de los 12. 

Salimos en fila india para cruzar la calle, al frente estaba la Madre Superiora cargando en su mano, sobre su pecho un crucifijo de madera, aquella fila india no era solo un ejercicio de disciplina, era el primer paso de una marcha eterna, la que nos uniría para siempre al Cuerpo de Cristo, pero cada momento de ese camino hacia esa tradición, me cuestionaba si en realidad Dios existe.

Llegamos a la parte posterior de la iglesia, donde la capilla se alzaba en una penumbra dorada por las velas. Allí nos esperaba el padre, refiriéndome al sacerdote católico, su sotana color púrpura rozando el suelo como un río de gracia. 


— Bienvenidos. — dijo con una sonrisa que parecía guardar secretos del cielo. Las dos monjas maestras, inmóviles como estatuas de sal, flanqueaban la entrada.
El sacerdote alzó las manos y explicó: "La Madre Superiora quiere que vivan una experiencia santa”. Continuó diciendo: “estar cerca del altar es estar cerca de la Inmaculada y Reina de los cielos, la Virgen María y el mismo Jesús, porque el altar es símbolo de Cristo quien es sagrado, vivo y centro de la Eucaristía". 

Hizo una pausa, y su voz se volvió grave: "Pero ustedes”, señalándos, “aún no están consagrados para permanecer de pie frente al altar. Primero debo ungirlos y prepararlos…".


Mis ojos se clavaron en la Madre Superiora. Su rostro, iluminado por la luz tenue, parecía tallado en piedra de sacrificio. Sentí que mi corazón temblaba como la llama de una vela al viento. 
¿Frente al altar?, me pregunté, aquel lugar prohibido que de niña solo podía mirar de lejos, con las manos cruzadas y sin atreverme a respirar. Con una mente infantil, me pregunté, ¿me llevará a alcanzar una vida santa y eterna en el cielo?


Las reglas del altar de toda mi infancia —"no pasar, no tocar, ni siquiera mirar de frente el altar"— se desmoronaban en un instante. 

El aire olía a cera derretida y a misterio. Algo grande estaba por ocurrir, y aunque no lo entendía, pensé que Dios me estaba llevando de la mano hacia un umbral invisible.

Las monjas nos alinearon, a los estudiantes escogidos en dos filas de seis, como doce ramas dispuestas para ser injertadas como ramas en la Vid. 

Frente a nosotros, el sacerdote y la Madre Superiora, formaban una silueta sagrada: ella colocó una tela blanca sobre sus hombros, tan inmaculada como el alma que debíamos llevar al altar y se unió al sacerdote en un rezo. 


Sus voces se entrelazaban al recitar las palabras de un libro marrón gastado por décadas de devoción, pidiendo a la Virgen María autorización para acercarnos al “altar sagrado”.
Entonces vi cómo la Madre Superiora, le entregaba al sacerdote un frasco de cristal tallado, donde el agua bendita centelleaba como diamantes líquidos. "En el nombre de María, Puerta del Cielo...", comenzó el cura, trazando la cruz sobre nosotros con dedos que goteaban gracia. 

El aire se electrizó cuando una monja le alcanzó otro recipiente, esta vez de plata desgastada con aceite que brillaba como oro bajo los cirios. "Los unjo como soldados de Cristo, para que pisen tierra santa con pies santificados…", declaró el sacerdote, mientras marcaba nuestras frentes con el aceite frío. Un escalofrío me recorrió la espalda; el aroma a rosas y mirra se aferró a mi piel.

—Están listos y consagrados — anunció la Madre Superiora, y sus palabras resonaron como un sí “divino”. Yo apenas podía respirar. Cada vez que el sacerdote mencionaba el altar, ese nombre prohibido que en mi infancia susurraba con temor, las lágrimas nublaban mi vista. 

Aquel lugar que ni siquiera podía tocar con la mirada ahora me esperaba con los brazos abiertos, como un amigo que por fin revela su rostro. Y en ese instante, entre el perfume del óleo, la mirra y con ecos de los rezos, me encontraba de camino a ella.


Avanzábamos hacia el altar en fila india, un silencio tan denso que solo se escuchaba el roce de nuestros zapatos sobre las baldosas frías. Nos mirábamos unos a otros con los ojos brillantes de lágrimas reprimidas, esa mezcla de sentimientos que solo da lo divino. Cada paso era un latido, cada respiración una oración. ¿Acaso desde el día de nuestro bautismo, cuando el agua nos hizo hijos de Dios, Él ya estaba preparando este instante?

El altar se alzaba ante nosotros, cada vez más grande, más real: su mármol brillaba como un espejo del cielo, inmaculado, perfecto, en sus líneas rectas como mandamientos. 

Yo sentía que mi corazón estallaría de tanto amor contenido; era como si después de años de verlo desde lejos, distante, intocable, ahora él se inclinaba para decirnos: "Miren, siempre estuve aquí, esperándoles".


Llegamos al primer escalón. Allí nos detuvimos, como Moisés, frente a la Tierra Prometida. Las monjas extendieron sus brazos en gestos de barrera sagrada: "No pueden subir aún al altar". No éramos dignos, solo faltaba unos días para el gran día y entonces, ¡por fin! esos escalones dejarían de ser un límite para convertirse en un umbral. 

"Tomen unos segundos para reflexionar y mirar la gracia de Dios", dijeron las monjas. Bajé la vista al suelo, mis ojos siguiendo las vetas del mármol como si fueran caminos hacia lo invisible. 

¿Estás aquí, Madre?, pregunté en silencio, esperando sentir ese roce de manto azul que las monjas describían en los relatos de las apariciones. 

Recuerdo que recé con los puños apretados, repitiendo las palabras que me enseñaron, pero solo hubo silencio. Un silencio tan grueso que podía oír el llanto ahogado de mis compañeros de clases, algunos sollozando plegarias de perdón, otros murmurando Avemarías como si la Virgen estuviera sorda.

Yo seguí rogando, desesperada por algo, un signo, un escalofrío, una voz... ¿No era este el momento más sagrado donde nos prometieron que ella vendría?

Entonces… el coraje brotó como agua amarga: ¿Dónde estás? ¿Por qué llegas tarde?, exigí a Dios, mis uñas clavándose en las palmas de mis manos. Si este altar es tu casa, ¿por qué no me recibes?

Las lágrimas ya no eran de emoción, ahora entiendo cuando mi madre llegaba con coraje a la iglesia católica luego de uno de mis citas médicas y no tenía alguna respuesta, yo escuchaba que decía: “tengo un santo coraje.” 

En ese instante, sin saberlo, estaba haciendo mi primera oración auténtica, no con palabras prestadas, sino con el grito de quién busca cara a cara la verdad delante de una ausencia real.

Los minutos pasaban como horas hasta que la Madre Superiora nos autorizó a rodear el altar ,sin subir aquel primer escalón que separaba lo humano de lo divino. 

Fui la primera en sentarme en la banca, con un ruido seco que rompió el silencio reverente. Se supone que al caminar hacia la banca para sentarme, tengo que doblar una de mis rodillas en reverencia hacia el altar de la Virgen y a la misma vez inclinar mi cabeza y con la mano derecha hacer el signo de la cruz, pero mis rodillas no doblaron, mi cabeza no se inclinó. 

Me senté en la banca sin reverencia, pregunté en silencio, ¿quién eres Dios? Pensaba mientras clavaba la mirada en el crucifijo. ¿Y tú, Madre de Jesús, por qué te escondes? Las palabras me quemaban por dentro: "Mi verdadera madre siempre me contesta. Tú no eres como ella".

El coraje me tensaba los hombros, tan palpable que la Madre Superiora se acercó con esa mirada que parecía ver hasta el fondo del alma. "¿Trajiste algo de comer, hija?", preguntó, señalando mi bolsillo donde horas antes habían estado las monedas del "pretzel". "No tengo hambre", mentí. Hambre sí tenía, pero no de pan.

Un sobresalto sacudió la capilla, uno de los estudiantes se había arrojado al suelo frente al altar, gritando entre lágrimas: "¡Perdón, Virgen Santísima, por mis pecados!". Dos monjas corrieron a levantarlo como si hubiera tocado fuego sagrado. 

Otra niña gemía en una banca: "No soy digna, no soy digna...". Y yo... yo seguía ahí, plantada como una espina en un jardín de rosas, con un enojo que sabía a traición y a verdad al mismo tiempo. Las dudas ya no eran semillas, eran raíces profundas que trepaban por mi corazón, rompiendo todo lo que me habían enseñado a creer. 

Pero en ese mismo instante, sin saberlo, estaba haciendo algo más sagrado que llorar o repetir plegarias, estaba siendo honesta con Dios por primera vez, recordando las misas cuando el sacerdote decía: “Desahoga tu corazón ante Él.”, según Salmos 62:8.


Las monjas nos llamaron al frente del altar, con sonrisas de triunfo en sus rostros, como si hubiéramos cruzado un mar de pruebas. Una de las monjas dijo — Hoy han dado el paso más importante de sumisión y arrepentimiento—, anunciando mientras colocaban sobre cada pecho un medallón de la Virgen, pequeño, redondo, brillante como una luna de plata. Los otros estudiantes lo recibían con manos temblorosas, algunos besando la imagen antes de fijarla al prendedor de sus uniformes.

Cuando llegó mi turno, la monja examinó mi alfiler, abarrotado de medallones antiguos. —Tu madre los arregló con un seguro fuerte. Pero no hay espacio para éste—, dijo la monja con un suspiro. 


— No se preocupe–, respondí secamente, extendiendo la palma de mi manita. — Se lo llevaré así, le diré que prepare otro alfiler—, reconociendo el amor tangible de mi madre. La última palabra me sabía a mentira, pero la monja no pareció notarlo.

De regreso al salón, apreté el medallón en mi puño hasta que la Virgen me dejó marcas de una desilusión en la piel. Mi corazón era un cuarto vacío, sin espacio para una devoción sin lógica, donde resonaban preguntas sin respuestas: ¿Por qué todos celebran lo que yo no siento? ¿Dónde está el gozo que prometieron? 

Miraba a los otros reír, abrazarse el uno con el otro y solo podía pensar en ese Dios de altares dorados y silencios profundos, se había convertido en un extraño para mí. Y lo más doloroso era que, en medio de esa tristeza que me ahogaba, una parte de mí todavía quería creer.

Al llegar a casa, subí directo a mi cuarto y saqué con violencia el prendedor del uniforme. Los medallones, esa colección de cruces diminutas, vírgenes sonrientes y santos de metal frío, cayeron sobre el armario con un ruido hueco, como monedas de un juego que ya no quería jugar. 

Los miré uno por uno: ¿Protectores? ¿Trofeos? El crucifijo que me dieron al terminar el primer año de catecismo, la medalla de un santo por superar dificultades, otro medallón de la de Virgen prometiendo que ella "nunca me abandonaría". Todos brillaban bajo la luz de la lámpara, pero para mí eran sólo pedazos de metal que no resuenan.

Mi madre, asomó la cabeza por la puerta. —¿Te pasó algo con los medallones, mi vida? —, preguntó en ese tono que hacía hasta lo más simple sonar a consuelo. No supe qué responder. 

¿Cómo explicarle que hoy, frente al altar, había entendido que Dios no estaba en objetos, ni en rituales, ni siquiera en las lágrimas de los demás? Que quizás, solo quizás, Él prefería las preguntas furiosas de una niña sincera a las repeticiones obedientes de los que fingían gozo.

Cerrando la puerta con cuidado, me quedé sola con mi armario convertido en un altar laico. Allí, entre medallones que ya no significaban nada, hice mi primera oración verdadera: "Si existes... enséñame a encontrarte fuera de todo esto". Y por primera vez en ese día sagrado y terrible, sentí algo parecido… paz.

¿Estos símbolos, servían de intermediarios en mi comunión con Dios?

Gracias por compartir este espacio conmigo. Espero que este testimonio le anime a profundizar en la Palabra de Dios.

Hasta la próxima.
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com 

martes, 15 de abril de 2025

15/abril/2025 PARTE 4 La Primera Comunión *Testimonio

 



15/abril/2025
PARTE 4
La Primera Comunión
*Testimonio bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?

*Antes de leer, he incluido enlaces en color azul o gris. Estos enlaces son una manera de llevarlos directamente a los lugares donde compartí el contenido que estamos leyendo. Gracias.
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TESTIMONIO PARTE 4 
Saludos, mi nombre es María Izabel Mestre de Yom Teruah Ministries, y hoy quiero compartir con ustedes el testimonio PARTE 4. Este es el relato de cómo mi Primera Comunión, un rito que se suponía que me acercaría a Dios, en realidad me llevó a cuestionar mi fe y a buscar una relación más personal con Él. ¿Alguna vez te has preguntado si estás viviendo una fe que es realmente tuya? Si es así, esta historia es para ti.

La Primera Comunión, vivida con una inocente devoción, marcó el inicio de mi formación religiosa. Esta, aunque bien intencionada, dejaba poco espacio para el pensamiento crítico. Años de educación católica, catecismos y tradiciones me enseñaron a ver la fe como un sistema de normas, más que como una relación personal con Dios. Pero en el fondo de mi corazón, algo no encajaba. Sentía que me faltaba algo más que reglas y tradiciones. 

Aún puedo ver aquel domingo en la misa, cuando el sacerdote anunció la fecha de nuestra Primera Comunión. Sentí el abrazo cálido de mami y el roce suave de su vestido, mientras me susurraba con una sonrisa llena de orgullo y devoción: “Es un día muy importante, Marihita. Será tu unión con Jesucristo y la Iglesia”. A mi alrededor, los otros padres asentían en silencio, como si ese momento no solo marcara un sacramento, sino un rito de paso colectivo. Yo, con mis siete años de edad, no entendía del todo el peso de sus palabras, pero asentí con solemnidad, inocente ante la fe que se me ofrecía como un regalo envuelto en tradiciones y promesas.

El camino de regreso a casa, bajo el sol de mediodía, permanece grabado en mi memoria. Caminábamos despacio, mi mano pequeña entre las de mami, quien me recordaba con ternura y orgullo cada clase de catecismo, cada rezo repetido hasta memorizarlo, cada domingo dedicado a prepararnos para ese gran día. Había sido casi un año de esfuerzo: sus explicaciones pacientes sobre los misterios del rosario, sus susurros corrigiendo el “Padre Nuestro” antes de dormir, incluso sus ejemplos con migajas de pan para que entendiera el milagro de la Eucaristía. “Todo esto es por tu bien, Marihita”, me decía, convencida de que aquellas palabras, talladas a fuerza de repetición, serían mi cobijo espiritual. Y yo, con la solemnidad de mis siete años, asentía sin saber que, más allá de las oraciones aprendidas, la fe también se construye con preguntas.

"Mami, ¿y si me equivoco en mi primera comunión?", pregunté, apretando su mano mientras el sol de la tarde dibujaba sombras largas en la calle. Ella se detuvo, recuerdo que se agachó hasta quedar a la altura de mis ojos y dijo, con una voz tan suave como firme: “No temas, Marihita. Jesús no se fija en los errores, sino en el corazón. ¿Recuerdas lo que practicamos?”

Asentí, repitiendo en un murmullo: “Señor, no soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. “Eso es”, sonrió, limpiándome con una mota el polvo en el vestido. Sus palabras me tranquilizaron, aunque entonces no entendía del todo su significado. Hoy, años después, aquel diálogo resuena como una metáfora involuntaria: ella me enseñó a seguir el guión de la fe, pero la verdadera fe estaba en todo lo que no venía escrito en el catecismo.

Al día siguiente, llegamos al salón de clases como una oleada de uniformes arrugados y mochilas pesadas, algunos todavía con migajas del desayuno pegadas. La maestra ordenó silencio y organizamos los pupitres; la emoción del lunes era palpable. 

Saludé a mis mejores amigos, David y Mae, con una sonrisa inmensa. Pero la atmósfera cambió drásticamente cuando la Madre Superiora entró al salón. Ese crujido interrumpió el murmullo. Allí apareció la Madre Superiora, su hábito negro cayendo en pliegues rectos como una cascada de tinieblas. El rosario de cuentas oscuras, que colgaba de su cinturón de cuero, oscilaba con cada paso, marcando un ritmo lento, casi litúrgico. 

En sus manos, llevaba un fajo de papeles blancos inmaculados. "Niños y niñas", nos saludó, y esa sola palabra bastó para que hasta el suspiro más leve se congelara en el aire. 
Recuerdo que nos entregaron un anuncio: en el sótano de la capilla se instalaría una tienda de trajes y conjuntos blancos. "Asegúrense de que sus padres lean esto con atención. No todos los días se recibe el Cuerpo de Cristo por primera vez", añadió la Madre Superiora. 

Pero mientras el papel reposaba en mi libreta, me preguntaba: ¿tenía que hacer todo esto para acercarme a Dios? ¿Son estas SUS reglas? ¿Tenía que rendir mi corazón para obtener un lugar cerca del trono de la gracia de Dios? ¿Realmente Dios se preocupaba por el color de mi vestido o la forma de mis zapatos? Las dudas se amontonaban, inquietas, como si el ritual mismo las despertara.

"Esa tarde, cuando llegué a casa, el cuaderno de anuncios crujió entre mis manos al entregárselo a mami. Ella, que acababa de sacar del refrigerador mis dos postres boricuas preferidos, el tembleque y el arroz con dulce, dijo al tomar el papel: "¡Ay, Marihita!", exclamó mientras leía, y de pronto me atrajo hacia sí en un abrazo que olía a canela tostada y vainilla. "¡Mi niña va a comulgar! Este sábado madrugaremos para conseguir tu traje y haremos otro tembleque para celebrar. ¡Con extra canela, como te gusta!", me dijo. 

Su voz vibró contra mi oreja, y por un segundo, el mundo se redujo a ese olor a maicena y azúcar caramelizado que me recordaba a las Navidades en Puerto Rico, en casa de abuela. 

Pero cuando intenté abrazarla más fuerte, noté algo inusual: sus brazos temblaban levemente, como si sostuviera algo más frágil que una niña de siete años, como si en realidad estuviera cargando un sueño heredado, uno que pesaba más de lo que mis hombros infantiles podrían soportar algún día. Al separarnos, vi que había lágrimas atrapadas en sus pestañas: "Es que estoy tan orgullosa", murmuró, limpiándose rápido con el delantal antes de doblar la carta con esmero exagerado. "Vas a ser la niña más hermosa de la iglesia". 

El tembleque y el arroz con dulce esperaban en la mesa. Mami cortó una porción generosa diciéndome: "Hoy lo hice con más amor". 
Aquel sábado amaneció con un sol que parecía derretirse sobre el pasto, tan brillante que hasta las piedras de las escaleras de la capilla lucían doradas. Mami me tomó de la mano con esa urgencia dulce de quien cree estar llegando tarde a un milagro. Subimos los peldaños de dos en dos, como si el cielo nos urgiera. 

Alcancé a mirar hacia atrás: el jardín de la capilla, verde y húmedo, brillaba bajo la luz como un cuadro de vitral. Mami llevaba su bolso de iglesia apretado contra el pecho como un escudo. Las monjas, convertidas en vendedoras celestiales, movían sus hábitos entre pilas de vestidos blancos que colgaban como espectros de pureza. Una de ellas, muy amable, nos guió hacia el rincón donde los trajes relucían bajo focos amarillos. 

Recuerdo que mami se emocionó, recorrió los estantes con dedos expertos, hasta que de pronto se detuvo. Allí, colgado, estaba el vestido: blanco como la nieve, y una corona de flores de tela tan delicada que parecía tejida por ángeles. "Este es", susurró mami, y en su voz había algo más que aprobación: era reconocimiento, como si aquel traje hubiera estado esperándome desde antes de mi nacimiento. 

Al sostenerlo contra mi cuerpo frente al espejo, el sol que entraba por la ventana alta de la capilla lo bañó todo de oro. Por un instante, incluso yo, la niña que se distraía en misa, creí verme transformada en una pequeña virgen de altar, lista para ser ofrecida. 

Al sostenerlo contra mi cuerpo frente al espejo, me preguntaba si Dios realmente necesitaba un vestido blanco para amarme. ¿No se suponía que Él veía mi corazón? 

La bolsa de estraza crujía entre mis dedos inquietos mientras caminábamos bajo el sol de casi el mediodía. El aroma a algodón nuevo y almidón escapaba de ella, mezclándose con el polvo del camino. En mi corazón de niña, las preguntas bailaban como hojas al viento: ¿Vendría Dios ese día? ¿O solo era otro requisito más, como los que llenaban mis cuadernos de escuela? 

Pero entonces miraba a mi madre, su risa ligera y sus pasos apresurados. Cuando llegamos a casa la vi bajar al sótano con determinación, sus zapatos repiqueteando en los escalones de madera mientras murmuraba: “Solo falta una semana y media.” El traje blanco, aún envuelto en papel de seda, brillaba bajo la luz tenue cuando lo colgó con cuidado mientras yo disfrutaba de mi “sandwich” de jalea con mantequilla de maní tratando de evadir las dudas que todavía resonaban en mi corazón. 

Hoy, mi fe es diferente. Es una fe que he construido con preguntas, dudas y una búsqueda constante de la verdad. Y aunque mi Primera Comunión fue el inicio de un camino lleno de interrogantes, también fue el comienzo de una relación mucho más profunda y personal con Dios."

"Gracias por acompañarme en este tiempo. Mi oración es que este testimonio te anime a buscar la verdad en la Palabra de Dios y a encontrar una relación auténtica con Dios. Que el SEÑOR les continúe bendiciendo, hasta la próxima."

𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒 🌷
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
La Caverna del Profeta®
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

martes, 25 de marzo de 2025

25/marzo/2025 Sección Preguntas y Respuestas/ Diferencia entre rezar y orar



25/marzo/2025 EN BUSCA DE RESPUESTAS


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Comparto con ustedes una duda que recibimos a través del correo electrónico del ministerio de la Sra. A., San Sebastián, Puerto Rico. Ella nos escribe que mientras leía mi Blog, le surgió una pregunta: ¿podrías ayudarme a entender cuál es la diferencia entre rezar y orar? Estoy segura de que su perspectiva me será de mucha ayuda.

RESPUESTA:

Muchísimas gracias por tu hermosa carta y por confiar en nuestro ministerio. Me llena de alegría saber que mi testimonio resonó en su corazón y que pudiste entenderlo claramente. 

Dar gloria a Dios por medio de lo que Él ha hecho en mi vida es uno de mis mayores deseos, y saber que ha sido de bendición para ti me anima muchísimo.

Respecto a su pregunta, claro que estaré encantada de ayudarle a aclararla. 

Anécdota

Les cuento que un día en “Kindergarten", cuando la madre superiora visitó nuestro salón. Su presencia siempre inspiraba respeto y curiosidad entre nosotros, los más pequeños. Aquella vez, su misión era corroborar el conteo de estudiantes y asegurarse de que supiéramos pronunciar correctamente nuestros nombres completos. 

Cuando llegó mi turno, la madre superiora se acercó a mí con una sonrisa amable y me preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". Con la inocencia y seguridad de una niña, le respondí sin titubear. Ella me felicitó por mi claridad, pero hubo algo más que captó mi atención: un aroma dulce y delicado que parecía envolverla. Sin pensarlo dos veces, le pregunté: "¿Por qué huele a rosas?". 

La Madre Superiora se inclinó hacia mí y, con paciencia, me explicó que llevaba consigo un rosario hecho de pétalos de rosas. Me contó que minutos antes de entrar a nuestro salón, había estado rezando una plegaria con él. Sus palabras me dejaron fascinada, pero mi asombro creció aún más cuando sacó de su bolsillo un pequeño envase plástico blanco. En su interior, guardaba un rosario elaborado con pétalos de rosas, tan delicado y hermoso que parecía una joya sagrada. 

Luego nos dijo a todos los niños que algún día también todos tendríamos nuestro propio rosario para hacer las plegarias y pedir la protección de la Madre de Dios, la Virgen María a la misma despidiéndose.

Durante el receso, no todo era juego y diversión. Recuerdo que, en ocasiones, las monjas nos llevaban afuera del salón, bajo la sombra de unos grandes y frondosos árboles verdes que parecían tocar el cielo. 

Aquellos momentos tenían un aire de solemnidad y paz. Las monjas nos reunían en círculo y nos enseñaban a rezar, guiándonos con paciencia y dedicación. Nos mostraban sus rosarios, cada uno con cuentas que brillaban bajo la luz del sol, y nos explicaban cómo usarlos para rezar la oración básica del Ave María. 

Era fascinante ver cómo aquellas mujeres, vestidas con sus hábitos, transmitían su devoción con tanta sencillez y amor. Sus palabras y gestos nos invitaban a descubrir un mundo, aunque lleno de tradiciones y costumbres, para nosotros, los niños y niñas, era tan misterioso como intrigante. 

El rezar es parte del Catecismo Católico, que se trata de plegarias que son parecidas a los Salmos y son parte de la tradición católica. 

Por ejemplo, la plegaria conocida como el Avemaría, se rezaba de la siguiente manera:

[[ Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. ]]

Era un proceso de adoctrinamiento contínuo, cuando las monjas nos enseñaban a rezar el rosario, aunque era solo una niña, sentía una conexión profunda y especial con la Virgen María, como si ella estuviera allí mismo escuchando cada una de nuestras palabras. 

Los rezos repetitivos que las monjas recitaban, continuaron añadiendo plegarias preestablecidas como el Padrenuestro, según la tradición católica. 

Me llamaba mucho la atención la devoción que mantenían entre ellas hacia la Virgen María y el orden que hacían todo. 

Las monjas nos hablaban de la Madre de Dios, como una madre amorosa y protectora, y eso despertaba en mí un deseo sincero de honrarla y seguir su ejemplo. 

Recuerdo que, mientras sostenía las cuentas del rosario que las monjas nos prestaban, anhelaba con todo mi corazón tener uno propio. 
Soñaba con el día en que pudiera tener mi rosario entre mis manos, un objeto sagrado que me permitiera acercarme aún más a Dios y a la Virgen. 

Quería comenzar a rezar por mi cuenta, a sentir esa conexión espiritual en cualquier momento, no solo durante aquellas enseñanzas bajo los árboles. 

Era un anhelo puro, nacido de la inocencia y la fe de una niña que buscaba respuestas y consuelo en algo más grande que ella misma. 

Sin embargo, cuando adquirimos la madurez como ministros competentes de un nuevo pacto, entendemos que solamente podemos relacionarnos con Dios por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros. 

De manera que el haber sido introducidos en el Nuevo Pacto por medio de la muerte y la resurrección de nuestro SEÑOR JESUCRISTO, tenemos la libertad de expresar nuestras más profundas emociones y peticiones delante del trono de la gracia, sin la necesidad de que una institución religiosa nos sirva para interceder por nosotros delante de Dios.

Cuando comencé a estudiar la Biblia sin filtros, sin tradiciones ni vanas repeticiones, descubrí uno de los pasajes bíblicos que abrieron mis ojos al leer la epístola a los Romanos que fue escrita por el Apóstol Pablo, escribió lo siguiente: 
Romanos 8:25-27 (NTV)
pero si deseamos algo que todavía no tenemos, debemos esperar con paciencia y confianza). Además, el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad. Por ejemplo, nosotros no sabemos qué quiere Dios que le pidamos en oración, pero el Espíritu Santo ora por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y el Padre, quien conoce cada corazón, sabe lo que el Espíritu dice, porque el Espíritu intercede por nosotros, los creyentes, en armonía con la voluntad de Dios.

La práctica de rezar en la tradición católica, implica el uso de plegarias preestablecidas y repetitivas, como el Avemaría o el Padrenuestro, a menudo acompañadas de objetos como el rosario.

Estas prácticas, aunque llenas de devoción y significado para quienes las realizan, pueden limitar la expresión personal y espontánea de la fe.

Por otro lado, orar, como se enseña en el Nuevo Pacto, es un acto íntimo y directo con Dios, donde podemos expresar libremente nuestras emociones, peticiones y gratitud, guiados por el Espíritu Santo. 

No necesitamos intermediarios, ni fórmulas específicas, pues Jesucristo nos ha dado acceso directo al Padre. Como leí anteriormente, Romanos 8:26-27, el Espíritu Santo intercede por nosotros, incluso cuando no encontramos las palabras adecuadas.

Que esta reflexión le ayude a profundizar en su relación correcta con el SEÑOR y a encontrar en Él la sabiduría y guía que necesitas.

Una pregunta relacionada al tema que recibimos en anonimato: ¿por qué los católicos piden protección divina a la Virgen María?

RESPUESTA:
Según el Catecismo Católico, la primera parte de la profesión de la fe, en la segunda sección del capítulo tercero en el artículo 9:
“... La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de "Madre de Dios", bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades…

Una de las dudas que tenía cuando abracé el protestantismo era, ¿por qué los evangélicos pentecostales y carismáticos “rezan” (repetían) el Salmos 91 para protección?

Escuche a un pastor decir una vez que si uno asusta a un evangélico, sale corriendo un católico. 

Mientras estudiaba buscando respuestas observe que en el Nuevo Testamento no existe mención que enseñe a recitar el Salmos 91 para protección, ya que los que hemos sido llamados para salvación y justificados por los méritos de Cristo, venimos a morir y a resucitar juntamente con JESUCRISTO quien produce en nosotros una nueva criatura, la cual es añadida a él. 

De manera que, como coherederos del reino de los cielos, somos partícipes de los medios de la gracia de Dios y nos son añadidas todas las promesas bíblicas, por lo que el libro de los Salmos no puede ser tomado como una “plegaria” en la cual pedimos a Dios protección y bendiciones que ya hemos recibido por medio de JESUCRISTO.

Sino que se trata de una pedagogía que nos enseña los atributos de Dios y a que tenemos derecho en el reino de los cielos, tomando como ejemplo la oración de los apóstoles en tiempos de persecución, en la que se encuentra ausente la práctica de recitar Salmos para protección. 

Hechos 4:27-30 (NTV)
Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera. Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús.

Con la salvedad de que, aprendí que cuando efectuamos una oración podemos mencionar un Salmos u otra porción escritural como referencia de forma pedagógica como un medio de enseñar la Palabra de Dios a otros, igual que los coritos tienen un contenido pedagógico que enseña la Palabra de Dios. 

Leamos que enseñó nuestro SEÑOR JESUCRISTO, sobre la oración: 

Mateo 6:7-8 (LBLA)
Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería. Por tanto, no os hagáis semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes que vosotros le pidáis.

Le ruego a Dios que los guíe a toda verdad en sabiduría en las Escrituras. 

María Izabel Mestre
Profeta de Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Carolina, Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com

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