TESTIMONIO 8
Bajo el tema: Habiendo practicado el catolicismo y el pentecostalismo evangélico, ¿cómo llegué al conocimiento de la salvación, solo por la gracia de Dios?
25/julio/2025
MISIÓN RESCATE
Recuerdos…
El sol aún no se asomaba por completo cuando mi madre me despertó aquella mañana. Era un día de semana cualquiera, pero en el colegio católico, hasta los días más ordinarios tenían algo especial.
Me levanté, como decimos en Puerto Rico, morosa, sintiendo el fresco de la mañana colarse por la ventana. En la cocina, el aroma inconfundible del café recién hecho que el abuelo nos enviaba desde Puerto Rico, me dio la bienvenida.
Mami ya estaba lista, atareada como siempre. Recuerdo como cuidadosamente llenaba su termo con el café humeante. Siempre llevaba un termo grande y una cartera aún más grande, donde guardaba todo lo necesario para enfrentar el día, hasta un pequeño costurero de emergencia.
"Tenemos que salir temprano hoy, Maruca", me dijo con una sonrisa. Sus ojos brillaban con una mezcla de entusiasmo y determinación. "Vamos a pasar por la iglesia a recoger el panfleto del estudio de catecismo para el drama del Día del Jubileo."
¡El Día del Jubileo! Recuerdo que la sola mención de esas palabras llenaba mi pequeño corazón de una emoción difícil de explicar. En mi mente infantil, se mezclaban imágenes de cantos solemnes, vestimentas coloridas y la promesa de algo especial, algo sagrado. Y eran las monjas, con su dedicación inquebrantable, quienes se aseguraban de que cada estudiante comprendiera el profundo significado de esta celebración. Cada año, con paciencia y creatividad, nos guiaban a través del estudio del catecismo, culminando en un drama que daba vida a las enseñanzas del Jubileo. Era su forma de sembrar en nosotros una semilla de fe, un amor por la tradición y un entendimiento de la gracia divina.
Asentí con entusiasmo, sintiendo un cosquilleo en el estómago. Tomé mi bulto escolar, adornado con calcomanías de ángeles y santos, y seguí a mi madre fuera de casa. La calle aún estaba en silencio, salpicada por las primeras luces del amanecer. El aire era fresco y olía a tierra mojada.
Recuerdo que mientras caminábamos hacia la iglesia, mami me tomó de la mano luego de asegurar que los cordones de mis zapatos estaban bien asegurados. Mami siempre me hacía sentir protegida, como si nada malo pudiera sucederme mientras estuviera a su lado.
En un “santiamén” (como decía mami) llegamos a la iglesia, imponente y silenciosa, se alzaba frente a nosotras. Sus puertas de madera maciza parecían custodiar un mundo de misterio y fe. Entramos con reverencia, sintiendo el cambio de temperatura y el eco de nuestros pasos en el suelo de piedra.
Recuerdo la penumbra del interior, rota por los rayos de luz que se filtraban a través de los vitrales, pintando el suelo con colores vibrantes. El aroma a incienso impregnaba el aire, mezclándose con el olor a cera de las velas encendidas.
Mami se dirigió a un pequeño mostrador cerca de la entrada, donde una señora de rostro amable nos esperaba con una pila de panfletos. Tomó uno y me entregó otro a mí. La portada mostraba una imagen del Buen Pastor rodeado de ovejas, y las letras doradas anunciaban el "Año del Jubileo: Un Tiempo de Gracia y Misericordia".
Una vez que mami guardó los panfletos en su cartera, nos dirigimos hacia una puerta que me era completamente desconocida. Nunca antes había cruzado ese umbral. Atravesamos un pasillo largo y sombrío, con paredes de piedra fría que parecían susurrar secretos olvidados. Al final del pasillo, nos esperaba una pequeña puerta de madera, adornada con terminaciones de metal negro que le daban un aspecto antiguo y misterioso.
Cuando alcé la vista, vislumbré el altar de la Virgen María, resplandeciente con velas y flores frescas. De repente, comprendí: que mami había encontrado un atajo, un camino secreto a través del laberinto de la iglesia.
Recuerdo que la miré con asombro, admirada por su conocimiento de aquellos pasadizos ocultos. "Siéntate aquí, mi amor", me dijo con una voz suave como la seda, depositando su termo y su voluminosa cartera sobre el banco de madera. "Regreso enseguida." Luego, desapareció por otra puerta, dejándome sentada en la penumbra.
No sentí miedo, pues conocía muy bien ese rincón. Era la "esquina de las monjas", un lugar seguro y familiar. Allí, las monjas solían cuidar a los bebés inquietos que perturbaban la misa, calmando sus llantos con canciones de cuna y caricias suaves. También era el lugar donde, después de la confesión, los feligreses cumplían su penitencia, sentados en silencio junto a las monjas, rezando rosarios y meditando sobre sus pecados.
Recuerdo que siempre me impresionaba la severidad de sus rostros y el sonido constante de sus rosarios. A pesar de la calma del lugar, una pequeña sensación de inquietud me recorrió al pensar en los pecados que pronto confesaría en mi próxima visita al sacerdote.
El tiempo parecía estirarse mientras esperaba a mami. La impaciencia comenzó a inquietarme, no quería llegar tarde al colegio.
Asomándome cautelosamente por la puerta donde se había marchado, la vi conversando animadamente con una monja. Su vestimenta, de un inmaculado color crema y blanco, caía en pliegues sencillos pero elegantes, destacando la austeridad de su orden. En su cintura, un rosario de madera oscura colgaba con discreción, las cuentas desgastadas por años de plegarias. Su aspecto, a la vez sereno y humilde, transmitía una quietud que contrastaba con la animación de su conversación.
Alcancé a ver que la monja le entregó una llave a mami con unos documentos, y ambas intercambiaron algunas palabras en voz baja. Temiendo ser descubierta, me escabullí de nuevo al banco, justo a tiempo para cuando mami regresó.
"Vamos, Maruca, al colegio. No podemos llegar tarde." Tomé mi mochila y salimos de la iglesia, con los panfletos sintiendo que llevábamos un tesoro y cruzando la calle hacia el patio del colegio.
Pero, para mi sorpresa, en lugar de dirigirse al edificio principal, mami me llevó hacia el sótano, donde se encontraba la cancha de baloncesto, uno de mis lugares favoritos. El aire allí olía a levadura y canela. ¡Las monjas estaban horneando pretzels! El delicioso aroma inundaba el lugar.
Mami rebuscó en su cartera y me dio unas pesetas, indicándome con una sonrisa que comprara lo que quisiera. Obedecí con alegría, corriendo hacia el improvisado puesto de venta. Después de pagar por un pretzel recién horneado, busqué a mami con la mirada.
La encontré hablando con otra monja, esta vez una monja de edad avanzada y mirada penetrante. Mami le mostraba la llave que le habían entregado la monja con los documentos y ambas parecían estar discutiendo algo importante.
La monja anciana asintió lentamente, y mami guardó la llave de nuevo en su cartera con los documentos. Mi curiosidad estaba a flor de piel. ¿Qué estaba investigando mami? ¿Qué secreto escondía esa llave? ¿Y esos documentos?
Ella me llamó con un gesto suave, "Ven Maruca, vamos a sentarnos aquí", dijo, señalando uno de los bancos de madera que bordeaban la cancha. Sacó su termo y me sirvió una taza de café caliente, con ese inconfundible aroma a café boricua que tanto me reconfortaba.
Compartimos un desayuno sencillo pero lleno de alegría, disfrutando del calor del café y del sabor salado del pretzel. Finalmente, me despedí y me dirigí hacia el salón de clases, con la mente llena de preguntas y el corazón lleno de amor.
Llegué al salón de clases justo cuando la maestra pasaba lista. Algunos de mis compañeros también habían llegado temprano y, como era costumbre, nos pusimos manos a la obra para arreglar los pupitres y dejar todo en perfecto orden, tal como nos habían enseñado.
La maestra pidió voluntarios para ir a buscar papeles, tijeras y otros materiales a la oficina de la Madre Superiora, La Directora Principal del Colegio, pero nadie levantó la mano. Al final, me escogió a mí y a otro estudiante llamado Mathew (Mateo).
Una vez que llegamos a la puerta de la oficina de la Directora Principal, verificamos que nuestros uniformes estuvieran impecables, un ritual que siempre nos recordaba la importancia de la disciplina y el respeto.
Luego, tocamos la puerta con un ligero golpe. La monja asistente nos abrió la puerta y le explicamos el encargo de la maestra. Ella le entregó a Mateo un voluminoso paquete de papeles y unas tijeras de punta redonda, y a mí me dijo que esperara un momento mientras buscaba la otra parte de la orden.
Mateo se marchó al salón con las manos llenas, dejándome sola en el recibidor. La monja se me acercó y me entregó un libro grueso y una regla de madera larga.
Mientras esperaba, mi atención se vio atraída por un cuadro colgado en la pared. Representaba a Jesucristo entregándole una llave a un hombre de barba.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté tímidamente.
—Es San Pedro —respondió la monja, con una sonrisa amable mientras sus dedos rozaban las cuentas de madera del rosario que pendía de su cintura.
—¿Y por qué Jesucristo le entrega una llave?
La monja se enderezó, y su voz adoptó un tono solemne:
—Jesús le confió las llaves del Reino de los Cielos a San Pedro, simbolizan la autoridad y el poder de la Iglesia Católica para enseñar y gobernar. San Pedro, nuestro Padre el Papa y sus sucesores, tienen la capacidad divina de “atar y desatar” en la tierra, siendo avalados en el cielo para administrar los sacramentos, enseñar la verdad y gobernar la Iglesia Madre Católica.
"Pero, ¿por qué Jesucristo haría tal cosa?", insistí. "¿Por qué le entregaría su autoridad a otro?"
En ese momento, la puerta de una oficina interior se abrió de golpe, y la Directora, Madre Superiora, salió con su imponente atuendo de monja y una expresión de molestia en el rostro. "¿Por qué dudas de lo que se te está diciendo?", preguntó con voz severa.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Estaba nerviosa y confundida. "No entiendo", murmuré. La Madre Superiora frunció el ceño. "Serás castigada en el claustro para que reflexiones en el acto pecaminoso que acabas de hacer."
Recuerdo que mi corazón dio un vuelco. El "claustro". La sola palabra evocaba imágenes de silencio, soledad y penitencia. Me asusté. "Pero tengo derecho a hacer preguntas", protesté. La Madre Superiora con frialdad y firmeza dijo, “¡No!, aquí tus derechos terminan, cuando dudas de las leyes de la Madre Iglesia Católica. Ve a tu salón de clases. Te enviaré a buscar."
Me fui de la oficina con la cabeza gacha, sintiendo una mezcla de ira y temor. En el salón de clases, le expliqué lo sucedido a la maestra, quien me escuchó en silencio con una expresión indescifrable.
Mateo se acercó a mí con pasos sigilosos, sus ojos brillantes de urgencia. "Estuve esperándote en la puerta... escuché todo", susurró, apretando mi brazo con dedos temblorosos. "Corrí a avisarle a la maestra. Maria, esto es grave... mis hermanos mayores cuentan cosas del Claustro". Su voz se quebró al mencionar la palabra, como si temiera que las paredes del colegio lo escucharan.
Otro compañero del salón de clases, Jacob, se unió a nosotros, arrastrando su silla hasta formar un círculo. "Mateo nos contó lo que hiciste", dijo, mordisqueando el borde de su cuaderno. "Mi tío trabajó una vez en la iglesia... dice que el Claustro no es solo un lugar de castigo. Está detrás del altar mayor, pasando un laberinto de pasillos que solo las monjas conocen. Y hay algo más...". Bajó la voz hasta convertirla en un hilo de aire: "Un guardián jorobado, vestido de negro, con un libro color azul, que duerme al mediodía junto a la puerta de hierro. Solo te deja entrar si llevas una medalla bendita... o si una monja consagrada te entrega su rosario".
Un tercer niño, Carlos, palideció al escuchar esto. "¡Mi papá estuvo allí!", exclamó, olvidándose por un instante del silencio que exigía la maestra. "Lo obligaron a limpiar el patio del Claustro como penitencia. Cuando volvió a casa, juró nunca regresar.”
La maestra, al notar nuestro murmullo, golpeó el escritorio con su regla diciendo: "¡Silencio!", ordenó. Luego, mirándome fijamente, añadió en inglés: "I’ll call your mother". Asentí, el peso de lo desconocido se cerró en mi mente.
¿Qué secretos guardaba ese lugar? ¿Por qué todos hablaban de él con terror? Mientras esperaba, recé en silencio—no por evitar el castigo, sino por que mi madre llegara antes de cumplir con mi sentencia y despedirme de ella.
El tictac del reloj del salón marcaba los minutos con cruel lentitud. Justo después de la clase, la puerta se abrió con un chirrido que heló la sangre incluso a los compañeros más distraídos. Era la asistente de la Directora Madre Superiora—aquella monja esquelética que recorría los pasillos al amanecer, sus rosarios golpeando su cintura como un metrónomo de advertencia.
La maestra se acercó a recibirla, y entre susurros que sonaban a condena, intercambiaron palabras. "Dentro de dos horas vendrán por ti", me anunció la maestra, evitando mi mirada. Mis manos se aferraron al borde del pupitre.
De pronto, Mateo irrumpió en el salón aprovechando un descuido de la maestra. Deslizó hacia mí un frasco de cristal opaco lleno de un aceite espeso que olía a mirra y cera de velas benditas. "Los alumnos de sexto grado nos ayudaron a conseguir esto, es aceite de unción que tomamos prestado del altar de San Miguel. Úngete las muñecas... el jorobado no tolera lo sagrado".
Asentí y escondí el frasco en el bolsillo de mi uniforme, sintiendo su peso como un escudo. "Soy una guerrera de la Virgen", ellos dijeron "amén" tan rápido que casi se lo llevó el viento.
Luis, el más callado de la clase, me deslizó un papel doblado bajo mi libro de catecismo. Al abrirlo, vi un mapa trazado con tinta roja—los pasillos de la iglesia convertidos en un laberinto de líneas temblorosas, con cruces marcando "los lugares donde las monjas no miran" y un dibujo de una puerta torcida al final, etiquetada con letras temblorosas: "Aquí duerme el jorobado, si logras escapar".
Luis con voz ronca me dijo, "corre hacia la cancha, tendremos una escalera escondida tras los arbustos".
Cuando al fin llamaron a la puerta, el reloj marcaba las 11:30 a.m. Treinta minutos para el mediodía—la hora en que, según las leyendas, el jorobado caía en su sueño profundo. La monja que me esperaba afuera de la puerta del salon, era una figura desconocida: vestida de negro riguroso, su estatura rozaba los seis pies y sus manos, gruesas como ramas de olivo, sostenían un rosario de cuentas negras. — Maria Mestre, — pronunció con una voz que parecía arrastrarse desde el fondo de un pozo.
Me levanté, ajusté la falda del uniforme y levanté la barbilla con una determinación que no sabía tener. El aceite bendecido ardía contra mi piel. El mapa crujía en mi calcetín izquierdo. Y mientras seguía a la monja por el pasillo, el eco de sus pasos pesados ahogando los míos, repetí mentalmente las palabras que escribieron en el mapa: "El demonio duerme... pero Dios no".
El sol del mediodía nos golpeó como un castigo al salir del colegio. La monja, con sus dedos largos y fríos como raíces de ciprés, me aferró el brazo con fuerza, arrastrándome a través de la calle desierta. Cruzamos hacia la parte trasera de la iglesia, donde la sombra del campanario se alargaba como un dedo acusador.
La puerta trasera crujió al abrirse, revelando un pasillo tan oscuro que parecía tragarse la luz. Un hombre flaco y de espalda encorvada, nos recibió. ¿Será él? ¿El demonio jorobado?, pensé.
Avanzamos. El pasillo estaba empapado, las gotas del techo resonaban como pasos siguiéndonos. Plip. Plop. La monja giraba una y otra vez, dejándome perdida en aquel laberinto de piedra húmeda. De pronto, una puerta marrón, desgastada por el tiempo al abrirla, el olor a incienso rancio me envolvió. Dentro, una monja anciana, iluminada solo por la tenue llama de una vela, me entregó otra igual. "Para que veas el camino de regreso", susurró, pero su voz sonó más a amenaza que a consuelo.
Más giros, más puertas. Una puerta de cristal empañada reveló a un grupo de monjas planchando hábitos negros. ¿Será ese mi futuro uniforme de penitencia? El corazón me latió con fuerza.
Descendimos por unas escaleras empinadas, tan estrechas que rozaba los hombros contra las paredes. Al final, una puerta maciza, de madera carcomida. La monja me soltó solo para colocarme en las manos un rosario negro, sus cuentas brillantes como ojos de insecto. "Reflexiona sobre tu pecado", dijo, y antes de que pudiera responder, la puerta se abrió con un quejido.
La luz del sol me cegó. Cuando por fin pude ver, el patio del claustro se extendía ante mí: un jardín abandonado, con maleza creciendo entre cruces tumbadas. Y entonces, la voz, dijo mi nombre, “Maria”, con una voz ronca, como arrastrada desde el fondo de un pozo.
Me giré, temblando. Allí, bajo un árbol muerto, la figura jorobada se incorporaba lentamente, su velo negro ondeando como una bandera de mal augurio y yo le advertí diciendo: "Estoy ungida con el aceite bendecido por San Miguel", grité, sacando el frasco, pero la voz sonó más como un sollozo.
El demonio jorobado avanzó, y en un acto de puro terror, cerré los ojos, hasta que escuche que el jorobado dijo: “ven hija, María ven”, por lo que la voz me pareció conocida.
El jorobado se quitó el velo. Y ahí, bajo la luz cruda del mediodía, reconocí el rostro arrugado y los ojos cansados.
El corazón se me detuvo cuando aquella figura encorvada pronunció mi nombre con una voz que atravesó décadas de recuerdos.
“Madre”, susurré incrédula, mientras mis piernas se movían antes que mi mente. Corrí hacia ella como la niña pequeña que una vez fui, cayendo de rodillas sobre la tierra húmeda del patio. Su mano, ajada por los años, pero aún cálida, acarició mi mejilla con esa ternura que sólo las monjas verdaderas, quienes nos vieron nacer, conocen y en su otra mano llevaba un libro azul con letras en oro que leen Salmos.
"Levántate, mariposa" me dijo, usando el apodo de mi infancia, mientras yo besaba su mano entre lágrimas y la abrazaba. Al ayudarla a caminar, noté cómo su espalda jorobada se curvaba más que la última vez que la vi, cómo sus pasos vacilaban sobre las baldosas desiguales.
El contraste fue brutal: del pasillo lúgubre pasamos a un corredor bañado en luz dorada, con paredes pintadas de amarillo soleado y jarrones de barro rebosantes de rosas blancas como las que ella cultivaba en el patio del jardín de la parroquia.
Cada detalle gritaba su presencia - era su refugio en este lugar de penitencia. Aquí estaba la mujer que me enseñó. Era mi maestra de paciencia, la que transformó mis letras torcidas, en elegantes curvas cursivas, guiando mi mano con infinita ternura: "La 'M' de María debe ser alta y orgullosa, como tu fe". La que me enseñó que la oscuridad, no era vacío sino, un manto de la Virgen, donde podíamos esconder nuestros miedos.
Al sentarnos en la banca de madera, tallada con motivos de vides que reconocí de nuestro antiguo salon de “kinder”, quise preguntarle mil cosas.
Me entregó su libro azul y su rosario, a la misma vez diciéndome: ¿sabes María, una vez un gran hombre, pastor dijo: “se debe de considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación, la fe es la gracia salvadora”, (“we shall consider the position which faith occupies in salvation. Faith is the salvation-grace).
Me asombré con esas palabras llenas de sabiduría, mientras ojeaba el libro azul con las letras en oro, donde la Madre Superiora tenía subrayado con lápiz varias palabras. Y me preguntaba en silencio, ¿qué pastor tan sabio había dicho tal cosa y donde lo leyó? ¿Acaso su castigo fue por causa de citar las palabras de ese hombre sabio?
Pero el crujido de la puerta principal nos interrumpió. Tres monjas entraron con pasos sincronizados, sus hábitos oscuros ondeando como alas de cuervo. Dos la tomaron con una firmeza que disfrazaban de cuidado, mientras la tercera -la de mirada glaciar- se abalanzó sobre mí.
"Esto purgará tu insolencia", me dijo mientras sus uñas afiladas arrancaban mi medallón de plata con la Virgen que me protegía y el pin de oro en forma de llave que gané por mis "virtudes marianas ejemplares".
Sentí como si me desgarraran la piel. Las lágrimas ardían en mis ojos, pero apreté los puños, hasta que las uñas se clavaron en las palmas. No grité. No me retiré. Como me enseñó la Madre Superiora: "Las flores del Señor aguantan hasta la última podada".
Las monjas la arrastraron hacia su habitación con pasos medidos, como en un ritual macabro.
La primera, con voz de salmo funerario, "declaró" la culpa: "por leer un libro no consagrado por la Madre Iglesia Católica”.
La segunda, arrancando el velo de su cabeza con violencia sacrílega, pronunció la sentencia: "Quitadle su temor... para que conozca el verdadero rostro de la humildad".
El escenario se desarrolló ante mí como una ceremonia de despojo: vi la diadema caer al suelo, revelando su cabello plateado cortado de forma desigual - como si lo hubieran cercenado en algún castigo anterior. El escapulario, desgastado por años de devoción, fue arrancado dejando un hilo roto colgando de su cuello. Cada prenda blanca que la cubría, fue rasgada sistemáticamente, hasta que el ruedo de su túnica al ser arrancado, levantó una nube de polvo del piso que se mezcló con mis lágrimas. Me pregunté si bajarle el ruedo a la túnica ¿la haría más devota?
Luego del castigo, las monjas verdugos se retiraron. Corrí hacia la silla donde yacía una manta tejida - esos cuadros de colores que reconocí al instante: eran los mismos que ella hacía para los niños enfermos, recordando los días que me visitaba en el hospital. La envolví con manos temblorosas, pero ella, con una serenidad que cortaba el alma, solo pidió: "Llévame al jardín, pequeña mariposa".
—Madre, debes descansar— le respondí, mientras la ayudaba a caminar, sintiendo sus huesos frágiles bajo la manta.
Cuando por fin nos sentamos bajo el viejo ciruelo, ese que ella misma había plantado décadas atrás, no pude contener la pregunta que me quemaba por dentro:
—Madre... ¿por qué la Virgen nos ha abandonado? —mis palabras sonaron más como un lamento, que como una interrogante—. ¿No se supone que ella nos cuidaría? ¿Que nos protegería como la Madre Inmaculada, como intercesora?
Mis manos se aferraban a la manta, como si fuera un escapulario.
—Yo... no entiendo. Esto que han hecho con usted... es imperdonable. ¿Acaso la Virgen María no nos enseñó misericordia? ¿Y qué hay de las clases marianas, de todas esas lecciones sobre amor y perdón? —La voz se me quebró—. Hoy solo vi odio vestido de hábito.
Ella no respondió de inmediato. Observó cómo una hoja seca se desprendía del árbol y caía sobre sus rodillas, como si aquel fragmento de vida marchitada, contuviera alguna verdad. Cuando por fin habló, su voz era el susurro de quien ha visto el costado más oscuro de la fe:
—La Virgen no nos ha abandonado, hijita... Somos nosotras las que a veces olvidamos de la misericordia eterna de Cristo.
Fue entonces cuando escuchamos el crujido de ramas. Como ángeles rebeldes, una docena de jóvenes saltaron la cerca del jardín. Una muchacha gritó "¡Madre!", con una voz que partió el silencio, y todos corrieron hacia ella en una ola de amor subversivo, unos limpiaban su falda con manos urgentes, otros besaban sus manos mientras lloraban, un muchacho le ofrecía agua, otro sacó pan y queso envuelto en un pañuelo, todos tratándola como una reina.
Ellos dijeron tener un plan y manifestaron coraje, pero la Madre Superiora les dijo en su sabiduría: "El coraje siembra espinas", mientras ella les acariciaba sus cabellos rebeldes, "pero la misericordia construye caminos".
El milagro se completó cuando de la puerta principal se escuchó abrir con una llave y se abrió de par en par. Mateo y Jacob irrumpieron como mensajeros de esperanza, seguidos por mi madre - quien llevaba en sus brazos una olla humeante que perfumó el aire con sofrito puertorriqueño y pollo. "Hay sopa para todos", anunció con esa sonrisa que derretía dogmas, mientras me abrazaba sin pedir explicaciones.
Los jóvenes, ahora una comunidad improvisada, formaron un pasillo humano mientras ayudaban a la Madre Superiora a caminar hacia el comedor. Cada paso suyo, aunque vacilante, dejaba una estela de dignidad en la tierra pisoteada.
El almuerzo terminó con un silencio sagrado, roto solo por los murmullos de gratitud hacia "Doña Sarah" - mi madre, cuyo nombre resonaba con un respeto que nunca antes había notado.
Los varones partieron con discreción, mientras las muchachas permanecimos junto a dos monjas de rostros bondadosos que aparecieron como sombras benévolas. Juntas, ayudamos a la Madre Superiora a vestirse con ropas nuevas, un vestido sencillo de lino, un rezo nuevo que una monja le colocó en las manos, sus dedos temblando al cerrarse sobre las cuentas y zapatos cómodos que parecían esperarla desde hace años.
"Tengo un mapa escondido", le confesé a mami en voz baja, mostrándole el dibujo arrugado de Luis. Ella me abrazó con esa fuerza que derriba muros y me guió hacia una puerta lateral que nunca había notado. "Estamos junto al salón de catecismo", reveló, señalando las escaleras familiares, que tantas veces subí para mis clases. Su mirada añadió lo no dicho: “Después hablaremos de tu valentía”.
El momento de la partida fue un cuadro vivo de amor revolucionario, las muchachas formaron un círculo protector, con gestos cuidadosos, ajustando un paño de seda sobre sus hombros agobiados, cargaron sus maletas - una contenía la cobija tejida que ahora lucía como estandarte de supervivencia.
Madre nos bendijo trazando una cruz en el aire, sus dedos dibujando una promesa más que una despedida. Su "Vayan con Dios" sonó a "Sigan luchando".
Me acerqué para abrazarla y le pregunté en voz baja: — Madre, ¿con cuál nombre naciste? Recuerdo que ella me contestó con una voz alegre diciendo: “Mi nombre es Débora y gracias María por ser valiente”, con ese acento único castellano.
Otro estudiante se le acerca y la abraza, despidiéndose de ella diciendo “Ciao”. La Madre Superiora le dijo unas palabras en italiano. Otra estudiante la abrazó con lágrimas en los ojos, ambas intercambiaron palabras en hebreo. Cerramos la puerta del coche, mientras que mami le entregaba unos documentos a la monja que estaba en el volante, despidiéndose.
Desde una distancia logré identificar a las monjas verdugos, le dije en voz baja a mami, que ellas eran malas. Me dijo, no te preocupes, Dios hará justicia. Y detrás de ellas iba la Directora, Madre Superiora, junto a su asistente con la libreta en mano, ambas con una regla larga, guiando a las verdugos a su destino.
En casa, le narre todo a mami mientras me aseaba y ella buscaba un uniforme ya planchado. Corrimos de regreso al colegio, Mateo y Jacob me recibieron con un apretón de manos que valía más que palabras: "pequeña Débora", me llamaban ahora, como la profetisa bíblica que guió batallas.
La maestra, con un guiño que desafiaba los reglamentos, anunció: "Hoy celebramos una misión de rescate imposible cumplida". El aplauso unánime resonó como campanadas de libertad.
Lo que ninguno sabíamos - lo que yo no sabía - era que cada gesto había estado coreografiado: las monjas rebeldes eran antiguas alumnas de la Madre Superiora, el auto de escape la llevaría directo al aeropuerto y mi madre, la maestra silenciosa de esta rebelión, había tejido la red de escape durante meses.
Esa noche, al ver su sonrisa mientras doblaba una de las cobijas que la Madre Superiora, conocida ahora como Débora, dejó atrás, entendí que los milagros a veces llevan delantal y zapatos prácticos, y que la verdadera fe se vive en actos, no en rosarios.
Antes de apagar la luz, me aferré a una de las mantas que Madre Débora había tejido, la misma que ahora cubría mi cama como un escudo contra la oscuridad. "Mami...", susurré, sintiendo el peso de todas las preguntas no hechas. Ella suspiró, pero sus ojos brillaron con esa paciencia que solo aparece después de las batallas ganadas.
"Por tus famosas preguntas te metes en problemas", me dijo mami, pero sus dedos acariciaron mi rostro como quien valora una espina que también es flor. "Pero dime... ¿cuál era el nombre verdadero de Madre, antes de ser monja?".
El silencio se hizo más denso. Por un momento, solo escuché el tictac del reloj de la cocina marcando segundos como si fueran siglos. Entonces mami se inclinó y sus labios pronunciaron el secreto como una sagrada revelación: — Los suyos la llamaban Déborah. —
Y supe entonces por qué las monjas le arrancaron todo excepto ese nombre. Por qué los jóvenes la veneraban como a una santa clandestina. Por qué mi madre movió cielo y tierra para devolverla a su tierra.
Aprendí que se pueden cambiar historias sin permiso. Y en mi mesita de noche, junto al vaso de agua, el pin dorado en forma de llave - el que me arrancaron esa mañana - reapareció milagrosamente, brillando bajo la luna como una promesa.
Con la manta tejida por Madre Débora envolviendo mis hombros como un manto de dudas, miré hacia la ventana donde la luna plateaba la ventana de mi habitación. Algún día descifraré la verdad de este lugar que me vio crecer, mientras tanto seguiré tejiendo mi propio camino - con hilos de preguntas, agujas de rebeldía y la única esperanza que nadie pudo arrancarme, LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD.
Me quedé dormida repitiendo en mi mente las palabras de la madre Débora: — una vez un gran hombre, pastor dijo: **“se debe de considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación, la fe es la gracia salvadora”. — **
¿Qué clase de hombre habría pronunciado una verdad tan luminosa? ¿Por qué ningún catecismo, ningún sermón de los domingos, nos había enseñado jamás esa sabiduría?
Me imaginé su origen: ¿Que es un gran hombre, pastor? ¿Sería acaso un papa olvidado por la historia? ¿Un arzobispo rebelde? ¿O quizás algún fraile medieval, de esos que copiaban manuscritos a la luz de las velas, descubriendo secretos entre líneas? ¿Cómo se atrevió alguien a desafiar la sabiduría oficial de Roma con una idea tan... peligrosamente bella?
Y entonces, la pregunta que me quemaba: ¿Dónde habría leído la Madre Superiora Débora semejante cosa? Esa frase era distinta a todo lo que me habían enseñado. Olía a pergaminos escondidos, a bibliotecas prohibidas. Me sacudió un pensamiento: ¿Existiría acaso, allá en el mundo —fuera de las paredes de la iglesia y del colegio— otra Iglesia distinta a la nuestra?
“Amigos míos, debemos ser extremadamente cuidadosos con nuestra fe, tanto en su rectitud como en su fortaleza. Ante todo, **al considerar el lugar que ocupa la fe en la salvación: la fe es la gracia salvadora.** No somos salvos por el amor, sino por la gracia, y somos salvos por la fe. No somos salvos por la valentía ni por la paciencia, sino por la fe. Es decir, Dios da su salvación a la fe y no a ninguna otra virtud. En ninguna parte está escrito: "El que ama será salvo". En ninguna parte se registra que un pecador paciente será salvo”. (Spurgeon, 1855, sección "La fe como gracia salvadora").
Spurgeon, C. H. (1855). La fe como gracia salvadora, La necesidad de aumentar la fe [The necessity of increased faith]. Spurgeon Gems.
https://www.spurgeon.org/resource-library/sermons/the-necessity-of-increased-faith/
Autoría:
𝑀𝑎𝑟𝑖𝑎 𝐼𝑧𝑎𝑏𝑒𝑙 𝑀𝑒𝑠𝑡𝑟𝑒
Yom Teruah Ministries ®
Pentecostales Reformados
Puerto Rico
profetamariaimestre@gmail.com